Creo que ha llegado el momento de reflexionar para mí mismo, poniendo las cosas negro sobre blanco, acerca de la experiencia de asistir al difícil proceso del fin de la vida. Sé, como creo que sabemos todos los adultos, aunque no queramos pensar mucho en ello, que la muerte forma parte consustancial de la vida, y que morir de viejo después de una larga vida y conservando las facultades mentales hasta casi el final no es la peor de las muertes esperables, pero aun así puede resultar algo traumático cuando estamos hablando de un ser querido, de alguien que ha formado parte de nuestra vida durante décadas; casi desde que tenemos memoria.
Todo esto forma parte de un proceso que la sociedad se ha encargado de reglar, de institucionalizar hasta el punto de que, llegado el momento, la familia no tiene más que dejarse llevar por una liturgia mortuoria que supuestamente ayuda a sobrellevar el duelo por la pérdida, pero terminado todo este proceso, al final regresas a la casa donde convivías con la persona fallecida, donde todavía se encuentran sus pertenencias, su habitación, su ropa, sus documentos incluso digitales… y no te queda más remedio que liquidar todas estas pertenencias, quedarte con algunas, dar un nuevo uso a su estancia, y procurar que todas estas cosas no se conviertan en reliquias que hagan constantemente presente la pérdida.
Así que, como siempre en estos casos, recapitulamos, reorganizamos nuestras vidas y asumimos que estaremos un poco más solos que antes. La vida es una constante pérdida hasta que finalmente acabamos perdiéndolo todo.