Sobre el frontispicio de la basílica de San Marcos de Venecia, los millones de turistas que cada año acuden a contemplar las maravillas de la ciudad de los canales pueden observar las figuras en bronce de cuatro espléndidos caballos, que conjuntan a la perfección con el gótico florido de inspiración bizantina del edificio.
Pero tal vez aquellos que no acudan acompañados de un guía turístico con ganas de contar historias serán ajenos a la odisea que estas estatuas han tenido que soportar antes de llegar a su emplazamiento definitivo.
Para empezar, hay que aclarar que los caballos de la portada de la basílica no son los originales, sino unas réplicas creadas para poder preservar las verdaderas esculturas de las inclemencias del tiempo. Las auténticas estatuas se encuentran a buen recaudo dentro del edificio, donde pueden ser admirados de cerca por los visitantes.
Sin embargo, estos caballos no siempre estuvieron allí; no pertenecen al estilo gótico en el que está construida la basílica, y ni siquiera son de fabricación veneciana. En realidad, son mucho más antiguos que la “joven” ciudad de Venecia, y casi tanto como la civilización romana. Se calcula que fueron creados en Grecia entre los siglos IV y III a.C. Podrían de hecho ser contemporáneos del mismo Alejandro Magno, y quién sabe cuántos personajes históricos habrán posado sus miradas sobre ellos.
De uno de estos personajes sí podemos estar seguros de que se fijó en estos caballos de bronce: Constantino I el Grande, quien a principios del siglo IV d.C. cambió su capital imperial desde Roma a la nueva Constantinopla, surgida de la antigua Bizancio griega. Constantino quiso embellecer su nueva capital decorándola con todo tipo de estatuas, columnas, mosaicos, obeliscos… Para ello saqueó literalmente todas las ciudades de los alrededores, incluyendo las antiguas polis griegas. Entre el botín de este saqueo se encontraban estas magníficas estatuas ecuestres, que fueron a parar al impresionante Hipódromo de Constantinopla, donde el pueblo constantinopolitano tenía costumbre de perder el buen tino animando y apostando por sus aurigas favoritos.
Allí quedaron aquellos espectaculares caballos de bronce dorado, dando lustre a uno de los edificios públicos más utilizados por el pueblo bizantino. Allí estaban cuando estalló el 13 de enero del año 532 la Revuelta Niká que casi cuesta el trono y la cabeza al emperador Justiniano I, y que fue reprimida con la mayor dureza por el incipiente general Belisario. Bajo los cascos de estos caballos de bronce quedaron no menos de 30.000 rebeldes muertos, tras haber sido acorralados en el hipódromo por las fuerzas de Belisario. De aquellos difíciles momentos surgió la famosa frase de la emperatriz Teodora: “El trono es un digno sudario”; frase con la que dejó claro a su esposo que no tenía intención de huir del palacio imperial.
Tras aquellos desagradables sucesos, la vida del Imperio Bizantino continuó con sus vaivenes políticos y militares, y los caballos siguieron adornando el hipódromo, que a pesar de los macabros acontecimientos de 532 siguió atrayendo a las multitudes como centro de ocio. Transcurrieron varios siglos, y casi recién estrenado el segundo milenio, empezaron a afluir los caballeros cruzados a tierras bizantinas para liberar Tierra Santa de las manos musulmanas. Precavidos, los emperadores no consintieron que estos “caballeros” entraran en la ciudad imperial, franqueándoles el paso por el Bósforo tan pronto como les fue posible con la esperanza de perderlos de vista cuanto antes.
Sin embargo, en 1204 iba a suceder un acontecimiento totalmente imprevisto para Constantinopla. Tras la Primera Cruzada en 1099, que consiguió establecer el reino cristiano de Jerusalén; la Segunda Cruzada en 1149, que se saldó con un estrepitoso fracaso; la pérdida de Jerusalén en 1187 a manos de Saladino y la épica aunque infructuosa Tercera Cruzada llevada a cabo por Ricardo Corazón de León unos años más tarde, en Europa los ánimos y los extremismos religiosos estaban más que exaltados. Bajo los auspicios del Papa Inocencio III, un poderoso ejército de franceses, alemanes y venecianos se hicieron a la mar con el objetivo de alcanzar Tierra Santa y arrebatársela a los sarracenos.
Pero entre los participantes de esta Cuarta Cruzada había algunos que codiciaban un premio mucho mayor que los desérticos paisajes israelitas. Los venecianos, en concreto, estaban bastante molestos con el Imperio Bizantino, que hacía poco tiempo que les había arrebatado sus privilegios comerciales e incautado buena parte de sus bienes. Además, el príncipe Alejo, pretendiente al trono de Constantinopla, se hallaba del bando cruzado con la esperanza de deponer a su tío Alejo III a cambio de repartir prebendas y fuertes sumas de dinero entre los cruzados si le ayudaban en su lucha dinástica.
Así que los barcos que deberían haber liberado Tierra Santa terminaron desembarcando al ejército cruzado primero en los Balcanes y luego cerca de Constantinopla. Fue el primer ejército que consiguió romper las imponentes defensas amuralladas de la ciudad y tomarla al asalto. Cuando el nuevo emperador Alejo se negó a cumplir con las exigencias cruzadas, los caballeros cristianos saquearon la ciudad, arrasando con todo lo que pudiera haber de valor en ella. Al final, la Cuarta Cruzada supuso la práctica destrucción del Imperio Bizantino, única barrera que existía entre los poderosos ejércitos del Islam y el atrasado occidente europeo. Constantinopla jamás se repondría del todo de este saqueo, precipitando el declive de toda la región y viéndose abocada a perecer bajo el poder de los turcos.
Los caballos del hipódromo fueron robados por los venecianos, y terminaron decorando la fachada principal de la basílica de San Marcos, donde permanecieron un buen montón de siglos, hasta el año 1797. Aquel año, el joven general francés Napoleón Bonaparte entró en Venecia, “liberándola” del dominio austriaco en su primera campaña importante en el extranjero como general. Entre todas las riquezas saqueadas por los franceses de la ciudad de los canales, una de las más valiosas eran los caballos de bronce dorado de la basílica de San Marcos.
Napoleón hizo trasladar las esculturas hasta París, donde fueron colocadas sobre el Arco de Triunfo del Carrusel, un monumento militar dedicado a los triunfos de las armas francesas que Napoleón hizo construir en 1806, siendo ya emperador de Francia. Allí permanecieron hasta 1815, cuando a la caída de Napoleón, las esculturas fueron devueltas a Venecia. Hoy el Arco del Carrusel, como puede apreciarse en la imagen, luce también una réplica de los venerables caballos de bronce.
Así que como han podido comprobar, el periplo efectuado por estas esculturas ecuestres de bronce no puede ser más curiosa ni estar más ligada a la historia europea de los últimos mil setecientos años.