Lugares con historia - El Portillo

Un denso humo negro lo envolvía todo. El azufre de la pólvora irritaba los ojos y las gargantas. Ella se arrastraba por el suelo sobre los escombros y cadáveres, mientras a su alrededor silbaban cientos de balas de mosquetes y metralla disparada por los atronadores cañones.

No se atrevía a levantar la cabeza porque en cualquier momento pasaban a toda velocidad a menos de medio metro sobre su cabeza todo tipo de trozos de metal, bolas de hierro o plomo y cascotes desprendidos por los proyectiles al impactar contra las paredes. Reptó lo más pegada posible al suelo, asumiendo que su vida estaba ya perdida; sin embargo, trataría hasta el último momento de cumplir su cometido y no defraudar a sus cientos de vecinos que ya regaban el suelo con su sangre.

Cuando llegó al Portillo, todos los que defendían aquella posición estaban muertos. Su misión era atender a los posibles heridos, pero se dio cuenta de que después de arriesgar la vida en medio de aquella debacle, posiblemente moriría allí mismo, junto a los cadáveres de los soldados que hasta hace poco servían una enorme pieza de artillería en la primera línea del frente.

Al incorporarse para mirar hacia fuera vio a un pelotón de soldados enemigos que cargaban a toda prisa hacia aquella puerta de la ciudad ahora desguarnecida con las bayonetas caladas, sucios de pólvora y con la ferocidad en los rostros de quienes, en el fragor del combate, habían perdido su humanidad para convertirse en máquinas de matar. Hacia la derecha, a unos cincuenta metros, una línea de fusileros enemigos se preparaba para efectuar una nueva descarga que cubriera el avance de sus compañeros. Cuando vio al oficial que les mandaba dar la orden de disparar, se tiró de nuevo al suelo, cayendo sobre el cuerpo de uno de los servidores de aquel cañón ahora abandonado. En ese momento, entre el traqueteo de la descarga de fusilería, fue cuando lo vio…

Dentro de un cubo lleno de arena, el botafuego del cañón aún humeaba con la mecha encendida. Aunque no podía estar segura, tan sólo unos momentos antes, mientras se acercaba al Portillo, le había parecido ver a los servidores del cañón, ahora muertos a su alrededor, cargando por su boca dos paquetes de metralla y atacándolos hacia el fondo justo antes de que una granada explotara junto a ellos, acabando con sus vidas.

Su vida, lo sabía muy bien, estaba ya perdida. Cuando aquellos soldados alcanzaran el cañón, cualquiera de ellos le hundiría un bayoneta en el pecho, o le dispararía a bocajarro con un mosquete, dejándola en el sitio. En aquellas circunstancias, lo mismo daba terminar asesinada mientras se arrastraba por el suelo que morir cometiendo la mayor de las imprudencias, así que, con la serenidad de quien ya ha asumido su destino, se puso en pie.

Puesto que la línea de fusileros que cubrían la carga acababa de disparar, el número de disparos se había reducido bastante. Tan sólo algunos de los enemigos que cargaban, ya a menos de veinte metros, dispararon hacia ella aunque con poca puntería. Ella les miró con desdén y desprecio mientras recogía el botafuego del cubo. Luego, al lado del cañón, esperó hasta que el pelotón de enemigos estuvo a menos de diez metros. Oía los feroces gritos del enemigo, y distinguía el brillo de sus bayonetas.

Sin saber si estaría realmente dispuesto para ser disparado, aplicó el botafuego a la mecha del cañón de 24 libras y se apartó para evitar el retroceso. La explosión fue ensordecedora, y todo se volvió negro por el humo. Al aclararse la tétrica nube de pólvora, pudo ver el resultado de su acción: docenas de soldados yacían destrozados delante de ella, mientras los pocos supervivientes de la carga retrocedían espantados. Tras ella, un nuevo grupo de defensores acudía corriendo a la puerta a cubrir la posición del Portillo.

Agustina acababa de entrar en la Historia.