Anterior: Torrijos |
Siguiente: Calomarde |
¡Oh! Pasaron aquellos tiempos de gloria (…). ¡Todo ha caído, todo es desolación, muerte y ruinas! Aquellos adalides de la libertad, que arrancaron a la madre España de las garras del despotismo, aquellos fieros leones matritenses, que con sólo un resoplido de su augusta cólera desbarataron a la Guardia Real ¿qué se hicieron? ¿Qué se hizo de la elocuencia que relampagueaba tronando en los cafés, con luz y estruendo sorprendentes? ¿Qué se hizo de aquellas ideas de emancipación que inundaban de gozo nuestros corazones? Todo cayó, todo se desvaneció en tinieblas, como lumbre extinguida por la inundación. La oleada de fango frailesco ha venido arrasándolo todo. ¿Quién la detendrá volviéndola a su inmundo cauce? ¡Estamos perdidos! La patria muere ahogada en lodazal repugnante y fétido. Los que vimos sus días gloriosos, cuando al son de patrióticos himnos eran consagradas públicamente las ideas de libertad y nos hacíamos todos libres, todos igualmente soberanos, lo recordamos como un sueño placentero que no volverá. Despertamos en la abnegación, y el peso y el rechinar de nuestras cadenas nos indican que vivimos aún. (…)
***
Era que venían por el camino de Andalucía varias carretas precedidas y seguidas de gente de armas a pie y a caballo, y aunque no se veían sino confusos bultos a lo lejos, oíase un son a manera de quejido, el cual si al principio pareció lamentaciones de seres humanos, luego se comprendió provenía del eje de un carro, que chillaba por falta de unto. Aquel áspero lamento unido a la algazara que hizo de súbito la mucha gente salida de los paradores y ventas, formaba lúgubre concierto, más lúgubre a causa de la tristeza de la noche. Cuando los carros estuvieron cerca, una voz acatarrada y becerril gritó: ¡Vivan las caenas! ¡viva el Rey absoluto y muera la Nación! Respondiole un bramido infernal como si a una rompieran a gritar todas las cóleras del averno, y al mismo tiempo la luz de las hachas prontamente encendidas permitió ver las terribles figuras que formaban procesión tan espantosa. D. Patricio, quizás el único espectador enemigo de semejante espectáculo, sintió los escalofríos del terror y una angustia mortal que le retuvo sin movimiento y casi sin respiración por algún tiempo. (…)
Eran estos galeras comunes con cobertizo de cañas y cama hecha de pellejos y sacos vacíos. En el delantero venían tres hombres, dos de ellos armados, sanos y alegres, el tercero enfermo y herido, reclinado doloridamente sobre el camastrón, con grillos en los pies y una larga cadena que, prendida en la cintura y en una de las muñecas, se enroscaba junto al cuerpo como una culebra. Tenía vendada la cabeza con un lienzo teñido de sangre, y era su rostro amarillo como vela de entierro. Le temblaban las carnes, a pesar de disfrutar del abrigo de una manta, y sus ojos extraviados así como su anhelante respiración anunciaban un estado febril y congojoso. Cuando el coronel Garrote se acercó al carro y alzando la linterna que en la mano traía, miró con vivísima curiosidad al preso, este dijo a media voz:
-¿Estamos ya en Madrid?
Sin hacer caso de la pregunta, Garrote, cuyo semblante expresaba el goce de una gran curiosidad satisfecha, dijo:
-¿Con que es usted…?
Uno de los hombres armados que custodiaban al preso en el carro, añadió:
-El héroe de las Cabezas.
Y junto al carro sonó este grito de horrible mofa:
-¡Viva Riego!
Benito Pérez Galdós; El Terror de 1824.
Anterior: Torrijos |
Siguiente: Calomarde |