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Los naranjos de la plaza de la Constitución siempre estaban frondosos y verdes, especialmente en aquellos días de octubre, cuando las naranjas empezaban a engordar pero todavía no estaban maduras. Desde su ventana privilegiada en la primera planta del ayuntamiento, la alcaldesa de Trujillos Benita Domínguez disfrutaba de los últimos días de bonanza antes de que las lluvias y el frío sumieran al pueblo y a su entorno en el típico letargo invernal.
Estaba posponiendo el trabajo de aquel día, en parte porque era un desperdicio perder aquella mañana metida en un despacho y en parte porque los asuntos que se amontonaban sobre su mesa tampoco es que fueran muy de su agrado: solicitudes para licencias urbanísticas de lo más variopinto, quejas vecinales por ruidos nocturnos que procedían del subsuelo, una cita con el cura, que aseguraba que ya había solicitado al obispo un traslado urgente…
-Padre Ignacio, sabe usted perfectamente que si usted se traslada habrá que cerrar el templo. Aquí no va a venir nadie más. Y hombre, por lo menos debería decirnos por qué, más que nada porque dentro de unos días voy a tener en la puerta del despacho una manifestación de beatas indignadas asegurando que mi partido promueve el ateísmo, y está mal que lo diga, pero hombre, que somos la derecha católica, que tengo un callo en la palma de la mano de llevar la vara a la cabeza de la procesión del Corpus todos los años…
-Benita, también está mal que yo lo diga, pero yo no aguanto ni un día más en esa iglesia. ¡Por Dios bendito, si hasta he estado pensando en llamar a un exorcista!
-¿A un exorcista? Don Ignacio, se lo pido por favor: no vuelva usted a decir eso, y menos donde alguien pueda oírle. Ya tenemos bastante en este pueblo. ¿Sabe usted la cola de gente que se me forma en la puerta del despacho para quejarse de extraños ruidos en la noche que, según ellos, «surgen del suelo»?
-¡Pero es que es verdad! De noche, en la iglesia, no sólo se oyen ruidos en el suelo, sino también voces como de ultratumba. ¡Vamos, que no, que no me quedo ni aunque el obispo me lo pida de rodillas!
-A ver, estoy casi segura de que todo esto tiene que ser un malentendido; que debe tratarse de movimientos sísmicos, de alguna tubería rota, o yo qué sé, pero lo averiguaremos. Ya me he puesto en contacto con el Instituto Sismológico Nacional para que haga un estudio en profundidad del problema, pero al parecer hay un volcán submarino nuevo en las Canarias y dicen que van a tardar un poco en venir.
-Una semana, Benita. Te doy un semana, y luego me voy aunque tenga que volver a dormir en un catre del seminario.
Y diciendo esto, el cura párroco de Trujillos se levantó, se dio la vuelta y salió apresuradamente por la puerta, recorriendo el pasillo donde, sentados en los bancos ubicados a tal efecto, al menos media docena de vecinos esperaba su turno para exponer sus problemas a la alcaldesa.
-Tú eres consciente de que nos van a echar de la universidad, de que vamos a perder el doctorado y de que seguramente acabemos en la cárcel, ¿verdad, Santi?
-¡Naaaa! Esto es perfectamente legal, Tere. Ha sido toda una suerte encontrar este local en alquiler tan cerca del «punto cero» y, bueno, nadie va a echar de menos el georradar antiguo del departamento de geología ahora que tienen el de última generación con imagen 3D holográfica. Esos frikis de las piedras jamás volverán a utilizar éste.
-Pero Santi, el emisor de ondas de baja frecuencia es demasiado potente. Cada vez que lanzamos una tiembla medio pueblo.
-¡Bah! También tiembla cada vez que pasa un camión, o cada vez que se ponen a tirar cohetes de feria, no creo que nadie vaya a hacer caso.
-Si tú lo dices…
-Venga, vamos a hacer un disparo.
-¿Ahora? ¡Pero si son las tres de la mañana!
-Tranquila, que no se va a enterar nadie.
-Joder que no… Bueno, tú mandas.
Con la diligencia que le caracterizaba, Tere preparó el instrumental, configuró la red de sensores sísmicos firmemente clavada en el suelo del local, preparó la carga sísmica y, a la de tres, apretó el gatillo. En ese momento, dentro de la caja metálica del georradar, también firmemente clavado al suelo, una aguja percutora detonó un cartucho de pólvora, que a su vez disparó un proyectil contra una gruesa placa de titanio-tungsteno, provocando un fuerte ruido y una vibración que hizo temblar todo el edificio y a buen seguro que se pudo sentir en todo el pueblo, despertando sobresaltadas a las beatas, aventando por enésima vez los demonios interiores del cura párroco, mosqueando a un laborioso policía en excedencia y su equipo de improvisados mineros y avivando los deseos de la alcaldesa de dimitir e irse a vivir a un pisito del centro en Sevilla.
De forma casi inmediata, las vibraciones provocadas por el disparo se reflejaron en las diferentes capas del subsuelo y regresaron hasta el equipo sensor de los arqueólogos, con los que el ordenador, un vetusto equipo de principios de los dos mil, generó una extraña imagen en su monitor de tubo que pocas personas sin la preparación técnica de Teresa Rosa sabrían interpretar. En numerosas excavaciones a lo largo y ancho del país, Tere había manejado georradares de multitud de marcas y modelos, descubriendo no pocos yacimientos, certificando la ausencia de estos en algunas obras públicas e incluso localizando cuerpos enterrados para la policía. No era en vano que en el mundillo de los arqueólogos y geólogos fuera conocida como la «Ojos de buho», en jocosa referencia a cierto superhéroe.
-¡Ahí está! Distancia doscientos treinta y tres metros a ciento setenta y dos grados. ¡Joder, Santi, lo hemos encontrado! Pero no te vas a creer dónde está.
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