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Capítulo 4: El cura párroco
-El Señor esté con vosotros.
-Y con tu espíritu.
-La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros.
-¡Amén!
-Podéis ir en paz.
Acabada la misa, los pocos fieles que ocupaban los bancos de la iglesia, señoras mayores en su mayoría, iban abandonando el templo con parsimonia. Algunas formaban corrillos en el pasillo de la nave central, incapaces de esperar a salir de la casa de Dios para empezar a comadrear sobre el resto de vecinas del pueblo.
Don Ignacio Requena, a pesar de todo, tenía que agradecer la presencia de aquel grupito de viejas beatas, porque de no ser por ellas, las misas de diario tendría que hacerlas con la única compañía del monaguillo, y en los tiempos que corrían prefería no quedarse a solas con ningún menor de edad. Y no por aquello de que quien evita la ocasión evita el peligro, que no era él de aquella cuerda, sino más bien por aquello del qué dirán. El contacto íntimo con las beatas y el cariz de sus confesiones le animaba a andarse con mucho ojo mientras siguiera siendo el cura párroco de Trujillos.
Cuando dio las buenas noches al monaguillo y le vio alejarse calle abajo, cerró las puertas de la iglesia y se dirigió a la sacristía, a cambiarse de ropa y luego a examinar que todo estuviera en orden dentro del edificio. Con tanta vela encendida cualquier descuido podía acabar en tragedia, y no querría ser él el responsable de que el pueblo perdiera su único edificio histórico, el único atractivo arquitectónico del que disponía: aquella iglesia del siglo XVIII enclavada en la cima de la colina que dominaba el pueblo.
Le gustaba quedarse un rato a solas dentro de la iglesia, en ese momento en el que podía encontrarse a solas consigo mismo y con los restos de su maltrecha fe en Dios. No era raro que se quedara hasta tarde sentado en el despacho de la sacristía leyendo pasajes de la Biblia o incluso alguna de esas novelas policíacas a las que se había aficionado. Ese martes otoñal se prestaba mejor que otros días a ello.
Antes de encerrarse en la sacristía fue apagando las luces del tempo. Así, el único rincón iluminado terminó siendo el despacho. A cualquier persona no habituada a ese ambiente, la oscuridad en ese entorno podría impresionarle, pero después de seis años como párroco en Trujillos la iglesia le parecía más acogedora que la casa que el arzobispado le había asignado como residencia, donde algunas veces el peso de la soledad era demasiado opresor como para soportarlo a diario.
Sin embargo, cuando oyó el primero de una serie de golpes sordos que parecían proceder de debajo del suelo, su espíritu de hombre de fe empezó a flaquear rápidamente, sobre todo porque le constaba que aquella iglesia no contaba con sótano, cripta ni nada que se le pareciera.
Así que, sin buscarle cinco pies al gato, cerró prematuramente el Libro de los Salmos, apagó las luces de la sacristía y se encaminó hacia la puerta guiándose con la linterna del móvil. Con la presteza que da la adrenalina surgiendo incontroladamente de las glándulas suprarrenales cerró la puerta con la pesada llave, se la metió en el bolsillo y recorrió la calle mal iluminada por las pocas farolas que aún funcionaban, sin correr pero apresuradamente, a refugiarse en la que hasta entonces consideraba una casa solitaria, pero que en aquel momento se le antojaba el refugio más seguro del mundo.
-¡Me cago en Dios, Manolo, dale más fuerte a ese pico, cojones, que nos van a dar las uvas aquí metidos!
-Pero Don Agustín, que estoy reventado, que llevamos seis horas escarbando, y aquí no hay na de na.
-Y una cosa le voy a decir, Don Agustín: -Dijo el Juli, harto de todo ya. -Como no entibemos este túnel con maderos se nos va a venir toda la puñetera iglesia encima. La verdad, yo prefiero dormir en los calabozos de Blas Infante antes que en el cementerio.
-¡Anda que no sois flojos! Bueno anda, dejadlo ya. De todas formas me parece que por aquí no vamos a ninguna parte.
-Pues no veas, después de la peoná que nos ha hecho dar. -Se quejó amargamente Manolo Vallejeros.
-Mañana seguiremos en otra dirección. -Dijo el inspector Agustín Trevijano. Mientras tanto, vosotros chitón, o el puro que os voy a meter os va a parecer un cohete de esos del tío de Twitter.
Poco a poco, gateando y rozándose con las paredes irregulares del improvisado túnel, los tres fueron saliendo del mismo hasta encontrarse en la habitación de una casa cercana a la iglesia y enclavada en la colina, que Trevijano había alquilado para, según contó al propietario, «tener un lugar tranquilo donde descansar del barullo de la ciudad y del trabajo de policía». Pocas veces había encontrado a un casero tan encantado con su inquilino: un policía nada menos, que además le había pagado tres meses de alquiler por adelantado, y le había prometido que no metería ni mascotas ni jaleo en la casa.
Agustín Trevijano tardó menos de una semana desde que confiscó aquella extraña espada al menda de Manolo Vallejeros en pedir una excedencia de seis meses en el trabajo, sacar los ahorros de toda una vida de su cuenta del banco y mudarse a aquella casa recién alquilada de Trujillos, ante el estupor de compañeros y amigos, a los que no quiso dar ninguna explicación.
Pero aquella semana fue muy intensa en la vida de Agustín: en primer lugar estuvo indagando en los informes de la policía sobre sucesos relacionados con artefactos antiguos, y no tardó más que unos minutos en encontrar el hallazgo del historiador Santiago Abril. Una de las ventajas de ser policía, y de tener tantos años de servicio a las espaldas, es que uno acaba conociendo a todo el mundo, a los buenos, a los malos y, lo más importante: a aquellos que te pueden echar una mano en las cosas más insospechadas. Fue así como consiguió, sin que constara en ninguna parte, entrar por la noche en el laboratorio de la facultad de Historia, donde pudo examinar todos los restos encontrados en la sierra por Santiago Abril y Tere Rosa, que le parecieron un auténtico disparate. Jamás, en todos los museos arqueológicos a lo largo y ancho de Europa que había visitado año tras año durante sus vacaciones, había visto una colección de piezas de tanta importancia como aquel abigarrado montón de huesos, artefactos y monedas.
Agustín Trevijano sólo era un policía; inspector gracias a muchos años de pisar la calle y detener choris, manguis, yonquis y casi cualquier otra cosa terminada en «is». Nunca obtendría el título de graduado en Historia, y mucho menos haría un posgrado o un doctorado, pero durante muchísimos años había estudiado por su cuenta de las fuentes más heterodoxas que podría esperarse. Su biblioteca personal era imponente y su conocimiento sobre la Hispania romana era comparable al de cualquier erudito.
Por eso cuando tuvo delante el tesoro hallado por los arqueólogos la historia que contaban apareció cristalina ante sus ojos: supo de inmediato de la deserción, del robo, de la trifulca, de la datación de todo aquello, e incluso de la relación con su recién adquirida espada. Se dio cuenta de lo raras que eran aquellas monedas, a quién habían pertenecido, por qué nunca antes había oído hablar de ellas y, lo mejor de todo, lo que significaba todo aquello. Antes de salir de ese laboratorio, el inspector Trevijano supo también que Trujillos iba a ser el sitio ideal para retirarse a sacar partido de lo que siempre había sido su gran pasión.
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