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Capítulo 3: El policía
-A ver, Manolo, que ya nos conocemos. No te lo voy a preguntar más: ¿Qué hacías en el mercadillo del Jueves intentando vender una espada romana del siglo III a.C.?
-Don Agustín, yo le juro a usted por mis muertos que me la encontré en el campo, que no la he robado de ninguna parte. Pregunte usted por ahí, pregunte.
-He preguntado, Manolo, he preguntado, y precisamente por eso estamos aquí: porque he preguntado. Y por cierto, tu colega Juli dice algo muy distinto. No esperaba menos, claro, porque como ladrones no sois precisamente un ejemplo a seguir.
-Don Agustín, por mis muertos que yo no…
-Deja a tus muertos tranquilos, Manolo, o se lo voy a contar a tu madre y va a ser peor. Que por cierto, ¿no te va vergüenza seguir viviendo en casa de tus padres con la edad que tienes?
-Si es que no hay na por ahí, Don agustín. Mire usted, vale, encontramos la espada enterrada en el sótano de mi casa… de la casa de mis padres, vamos.
-¿Y se puede saber qué hacíais cavando en el sótano de la casa?
-Pues yo… nosotros…
-Mira, déjalo. De todas formas te voy a confiar un secreto: la cámara de seguridad de esa sucursal tiene cinco centímetros de acero; en vuestra puta vida de fracasados seríais capaces de perforar ese grosor de acero, en el improbable caso de que fuerais capaces de excavar toda la calle. No servís para eso. Bueno, ni para eso ni para casi nada, la verdad.
-Don Agustín, yo…
-Ni Don Agustín ni nada. Lo único que vais a sacar en limpio de vuestra aventura espeleológica es esta espada que tenemos aquí delante, pero ni siquiera, porque si no quieres que te detenga la vas a donar generosamente a la universidad para su estudio, que es donde debería estar.
-Pero yo… o sea, nosotros, no hemos hecho nada, Don Agus…
-Tengo aquí una lista tan larga de delitos y antecedentes vuestros que el juez no se va a molestar ni en leerla, Manolo. Vosotros dos no estáis en la cárcel porque no estamos dispuestos a pagaros la manutención, vagos de mierda.
Manuel Vallejeros no volvió a abrir la boca. Asumió que el par de cientos de euros que podría haber sacado por aquella espada se habían perdido para siempre, y que todavía tenía suerte de poder salir de la comisaría. Seguía pensando en ello cuando salió por la puerta y enfiló hacia la avenida República Argentina camino de la estación de autobuses, de vuelta al pueblo, a rellenar el agujero del sótano y ponerle una solería antes de que su madre se cabreara más de la cuenta también.
El inspector de policía Don Agustín Trevijano, todavía sentado en la mesa de su despacho, contemplaba la espada embelesado. Por primera vez en su vida, después de todos aquellos años de clases nocturnas y exámenes en la UNED, tenía delante uno de esos artefactos por los que merecía la pena estudiar y conocer la historia. Él, como aficionado y apasionado (secretamente, porque ninguno de sus compañeros de profesión compartía su pasión por el pasado) sabía perfectamente que aquel trozo de metal tenía mucho más valor que los miserables euros que el piltrafilla de Manolo Vallejeros y su colega pensaban sacar por él.
Y, mal que le pesara a su intachable hoja de servicios como policía, esa espada no iba a terminar en los almacenes de la universidad, ni en los sótanos del museo arqueológico, porque ahora estaba en sus manos, sabía de dónde había salido, y había podido distinguir en su hoja una casi desaparecida inscripción latina que, o él no tenía ni puñetera idea, o significaba que aquella espada había pertenecido al mismísimo Publio Cornelio Escipión.
Aquella espada valía millones.
En el laboratorio de la facultad de Historia los hallazgos de la Sierra Norte, como ya se les conocía en el reducido grupo que tenía acceso a ellos, se encontraban organizados sobre varias mesas. Junto a ellos, Santiago Abril y Teresa Rosa llevaban varias semanas estudiando de forma pormenorizada cada pieza, cada hueso, cada pequeño trozo de metal. Lo revisaban todo una y otra vez, porque aquello no cuadraba con nada de lo que habían visto o leído hasta entonces. Aquello había dejado de ser un trabajo de arqueología para convertirse en algo más parecido a un estudio forense.
-Tere, yo te digo a ti que esto es muy raro. Aquí hay mucho más de lo que parece: juraría que estos tíos se mataron entre ellos por la pasta, y que al final no quedó ni uno con vida, evidentemente, porque la pasta sigue aquí, no se la llevó nadie.
-Eso es mucho suponer, Santi.
-Mira esto: sabemos que estos tipos eran soldados cartagineses, porque esta impedimenta se corresponde con la típica impedimenta cartaginesa encontrada en Cádiz y en otros sitios, pero estas monedas son romanas; monedas republicanas del siglo III a.C. para ser exactos. Estos fulanos se encontraron con algo que no esperaban y tomaron las de Villadiego en dirección opuesta a la batalla, a vivir como reyes en Hispania mientras los suyos salían escopeteados de vuelta a África.
-¿Y entonces toda esta matanza?
El dinero es muy mala cosa, Tere: nadie se conforma con lo que tiene, y todos quieren lo que tienen los demás. Además, estos tíos no son corderitos. Cartago era famosa por contratar a los mercenarios más bestias que encontraban a su paso; soldados de fortuna cuyo único interés era el saqueo y la paga. Me voy a arriesgar, pero diría que siete desertores cartagineses andaban con todo este dinero y en un momento dado decidieron matarse entre ellos, y que el que encontramos primero fue el único superviviente de una refriega de todos contra todos, aunque no por mucho tiempo, porque murió unos metros más allá.
-Pues menuda aventura.
-Sí, pero lo más intrigante no es eso. Lo más intrigante es que el dinero que llevaban es romano, y no un dinero cualquiera: esta acuñación de oro es una serie específicamente creada para financiar la campaña de Escipión contra Cartago en Hispania. Se han encontrado algunas piezas como éstas a lo largo y ancho de la Península, pero nunca en estas cantidades. Hay constancia documental de que se acuñaron varios millones de sestercios en moneda de oro para esta campaña, y se supone que la mayor parte de ellos acabarían fundidos, convertidos en otras monedas, joyas, o simplemente perdidos, pero con la cantidad acuñada de la que se habla deberían haber aparecido muchas más monedas como éstas, por lo que una de las hipótesis que se han formulado estima que un porcentaje muy importante de esta acuñación fue perdida y nunca llegó al mercado.
-¿Te refieres a robada? -Preguntó Tere.
-Robada, perdida, extraviada… Yo apuesto por que a Escipión le levantaron el tesoro en sus propias narices.
-Pero entonces nos habría llegado noticia de ese hecho, ¿no crees?
-No sabría decirte. Los escipiones, tanto el Africano como el Asiático, tenían fama de ser grandes malversadores de capital público. Tan mala fama tenían que incluso llegaron a ser juzgados por el Senado romano. Es posible incluso que el mismo Escipión se quedara con la pasta, pero también es posible que la perdiera, y para no verse comprometido y perder prestigio ante los suyos tirara del botín capturado a los cartagineses. Hasta es posible que se lo robaran y dejara caer que se lo había quedado él para no quedar en ridículo.
-Pero si lo hubieran robado las monedas habrían llegado a circular, y habría una cantidad de monedas halladas que se correspondería con lo esperable estadísticamente, ¿es eso?
-En efecto: si la cantidad hallada de este tipo de monedas no se corresponde con lo que cabría esperar según la estadística, es que una gran cantidad de ellas nunca llegaron a circular, y por lo tanto cabe suponer que todavía se encuentran extraviadas.
-¿Extraviadas?
-Enterradas, escondidas. El mayor tesoro numismático de la historia, justo debajo de nuestros pies, y lo que tienes delante es sólo la punta del iceberg. Es muy probable que estos tíos que tenemos aquí fueran responsables directos del mayor robo de la historia antigua.
-¿Y ahora qué?
-Pues ahora calculo que debe haber como dos mil kilos de oro o más en moneda romana en las cercanías de la Sierra Norte esperando a que alguien los desentierre. Y como de haber aparecido hubiera sido noticia a nivel mundial, mi opinión es que nadie ha dado con ello todavía.
-Y somos los únicos que lo sabemos. -Susurró Tere.
-Y somos los únicos que lo sabemos. -Confirmó Santi.
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