Anterior: Capítulo 1: La batalla |
Siguiente: Capítulo 3: El policía |
Capítulo 2: El investigador
Hacía un calor de mil demonios en aquel terreno entre encinares y jaras, y Santiago Abril, alias Santi, alias Abril, alias El Gordo, alias El Chino, se maldecía por haber elegido una especialidad de estudio que le condenaba a pasar los veranos abriendo agujeros en medio de secarrales bajo un miserable toldo. ¿Por qué no habría elegido especializarse en el Siglo de Oro, y pasar las tardes fresquito estudiando legajos en el Archivo de Indias bajo el aire acondicionado? Era algo que, incluso en el segundo año de su posgrado, y tras varias campañas de excavación, no alcanzaba a explicarse.
-¿Otra cervecita, Santi?
La que le preguntaba era Tere, compañera de posgrado y de fatigas, que permanecía sentada a la sombra mientras observaba a su compañero retirar con exquisito mimo la tierra de aquella superficie acotada, medida y cuadriculada con estaquillas y cuerda. De cuando en cuando agarraba la cámara de fotos, una pesada Nikon de las caras propiedad de la universidad, y disparaba unas cuantas fotografías para documentar el proceso de excavación.
-Deja, que da más sed. Pásame el búcaro, miarma.
Le pasó el búcaro. Tecnología de hacía dos mil quinientos años para calmar el calor de un tipo que se dedicaba a buscar cosas antiguas por el suelo. Los dos sabían que muy probablemente no encontrarían nada, que estaban perdiendo el tiempo, pero de cualquier modo realizarían su trabajo lo más profesionalmente posible, catalogando cualquier hallazgo por insignificante que éste fuera.
Había sido sólo una moneda. Una simple moneda de oro hallada por un vecino de Casteleño, el pueblo de al lado, cuando se dirigía a vigilar sus vacas. Las escasas pero torrenciales lluvias de la primavera anterior habían removido el terreno, y de entre las cosas que podría haber sacado a la luz sacó aquella solitaria moneda; una moneda que, en realidad, jamás debió aparecer allí; una moneda que, una vez limpia, mostraba en una de sus caras el doble rostro del dios Jano, y que, una vez analizada, se determinó que estaba acuñada en tiempos de la República Romana en una aleación de oro mucho más pura que el resto de las monedas áureas de su época. Tan extraña era que su valor en el mercado del coleccionismo era muy superior a los tres mil euros que la universidad pagó al afortunado descubridor de tan extraordinario hallazgo.
Y por eso estaban allí Santi y Tere, quienes, después de examinar el terreno, instalar teodolitos, consultar mapas y discutir mucho entre ellos, acotaron una franja de terreno en lo que en su momento fue «aguas arriba» de la fugaz inundación que extrajo la moneda de la tierra, con la esperanza de encontrar -no ya un tesoro, que de eso no albergaban ninguna esperanza- sino al menos un porqué al misterio de tan valiosa moneda en tan intrascendente lugar.
-¡Te cagas! -Exclamó de repente Santi mientras se echaba para atrás y se incorporaba hasta quedarse de rodillas en el suelo.
Tere se acercó con la cámara en la mano, y lo primero que distinguió fue la inequívoca forma de una mano esquelética, sólo huesos que casi se confundían con el terreno.
-¿Y ahora qué? ¿Llamamos al decano o llamamos primero a la guardia civil?
-¿Y esto qué es? ¿Otra fosa de no sé quién de cuando la guerra? Vaya coñazo, joder. ¿Es que los jipis no tenéis otra cosa que hacer más que desenterrar gente en el campo? Y encima con este calor…
El que se quejaba, con evidentes muestras de fastidio, era el cabo Mejías de la guardia civil del puesto de Casteleño que se había presentado con su vetusto Nissan Patrol en la excavación una media hora después de recibir el aviso del 112 sobre un cadáver enterrado en el campo. A aquella hora del mediodía veraniego andaluz, la temperatura empezaba a ser insoportable, y por los rodales de sudor de su uniforme, estaba claro que el Patrol carecía de aire acondicionado.
-«Anda y que te jodan» -Pensó Santi para sus adentros. Santiago, que había participado en numerosas excavaciones para los grupos memorialistas, recibió con sumo desagrado el comentario del cabo Mejías.
-Me extrañaría mucho, agente -Respondió el arqueólogo mirando al guardia civil de arriba a abajo. -Me consta que en esta zona no se produjeron asesinatos por parte de los sublevados durante la guerra. Y no hemos querido seguir excavando a la espera de lo que diga el juez, pero me da que este cuerpo tiene bastante más antigüedad.
-¿Y cuándo se supone que va a aparecer el juez? -Preguntó el cabo Mejías.
-Pues usted sabrá: mi obligación era comunicar el hallazgo de un cadáver al 112, y supongo que la suya será dar traslado al juez de que hay un cadáver que levantar, así que como no le haya avisado ya nos podemos ir sentando, porque esto va para rato.
Al mismo tiempo que el cabo Mejías tiraba de teléfono móvil con la esperanza de poder volver a Casteleño antes de terminar su turno, en el cercano pueblo de Trujillos, a pocos kilómetros de allí en dirección a Sevilla, Manuel Vallejeros García, parado de larga duración de cuarenta y pocos años, metro setenta y tres, complexión gruesa, cabello negro y ojos marrones, con amplios antecedentes policiales, emprendía en el sótano de la casa de sus padres la que en su opinión iba a ser la aventura comercial de su vida. Y su aventura comercial consistía en excavar un túnel desde el sótano de la casa que, atravesando la calle, llegaría hasta el sótano de la cercana sucursal de Caixabank, donde se encontraban las cajas de seguridad de la entidad bancaria.
Que Manolo Vallejeros no se hubiera molestado en calcular las consecuencias que tendría su aventura empresarial cuando ésta fuera completada no era nada de extrañar. Incluso sus padres le dejaban hacer, porque «mientras estaba entretenido con eso no estaba con otras cosas peores».
-A pico y pala, Manolo. -Le comentó su compinche Julián. -Estas cosas hay que hacerlas a pico y pala, porque como metas maquinaria te ligan de momento.
-Joder, Julián, que a pico y pala vamos a tardar dos años en cruzar la calle, y además hay que excavar hacia abajo por lo menos tres metros para no tropezar con el alcantarillado.
-Pues eso es lo que hay, primo.
-Pues deberíamos habernos conformado con montar una plantación de maría en el sótano.
-Con una plantación de maría no te retiras, primo, pero con esto… Cuando se vayan a dar cuenta estamos los dos viviendo como reyes en un casoplón en Nador.
Para alguien poco acostumbrado al trabajo manual, excavar un agujero a pico y pala puede resultar de lo más agotador. Tanto que, cuando el agujero en el suelo del sótano todavía tenía menos de medio metro de profundidad, Manuel y Julián sudaban copiosamente, y en sus mentes empezaba a estar más presente la cervecería de la esquina que la sucursal de Caixabank de enfrente. Al fondo del sótano se acumulaba la tierra extraída en un montón que ahora los aspirantes a butroneros se preguntaban cómo se las iban a apañar para hacerlo desaparecer.
-Yo creo que por hoy lo podríamos dejar, ¿no? -Dijo Julián con la voz entrecortada.
-¿Y dejar toda esta escombrera en el sótano de mi vieja? ¿Tú quieres que me eche de casa o qué?
-Pues vamos a necesitar una furgoneta para llevarnos todo esto, y meterla en sacos… Joder, ¿dónde nos hemos metido, primo?
-Bueno, -Dijo Manuel- Voy a pegar dos paladas más y lo dejamos. Luego veremos si Miguelito nos presta la furgona.
-¿Miguelito el de Amazon? Lo dudo. Ese tío cuida su furgona como si fuera la ermita de la Virgen.
Manuel agarró el pico, sintiendo en las manos el escozor de unas incipientes rozaduras que a buen seguro que el día siguiente se habrían convertido en ampollas. Lo levantó y lo hundió en el fondo del agujero. El impacto del pico contra el suelo produjo un extraño sonido metálico, y los dos compinches se miraron uno al otro.
-Quillo, qué cosa más rara, ¿no?
-Ahí hay algo, primo. Seguro que has pillado una vigueta de ferralla de esas.
-Pues como sea eso se acabó la broma, porque cualquiera atraviesa un enrejado de hierro.
Dejando a un lado el pico, Manuel cogió la pala y empezó a retirar tierra poco a poco, dejando al descubierto algo que evidentemente era de metal, pero que para nada tenía la forma de la ferralla ni nada parecido. Tras limpiar un poco con las manos, Manuel acabó sacando un largo trozo de metal que tenía una forma que reconocieron de inmediato.
-QUILLO, QUILLO, QUILLO, Esto… esto… ¡Esto es una espada!
Dos semanas más tarde, el esqueleto aparecido en medio de la serranía sevillana seguía allí. El juez de guardia se presentó en la noche del día del hallazgo porque se comió el marrón que le dejó el del turno anterior, que había pasado de hacerse cuarenta kilómetros con aquella espantosa calor. Su señoría parecía aún más fastidiado que el cabo Mejías, quien perdida ya toda esperanza de cenar en casa, había pedido «refuerzos» en forma de focos, generador, bocadillos y cerveza que pensaba cargar a la cuenta de la comandancia.
-Usted, el arqueólogo, acérquese un momento. -Dijo el juez con tono imperativo.
-Diga usted, señoría.
-Me ha informado el cabo Mejías de que su conclusión es que este cadáver tiene más de cien años, ¿es así?
-Más de cien y más de mil, señoría. Observe que la decoloración de los huesos indica un incipiente proceso de fosilización en estadio uno, lo que sumado a la datación estratigráfica del terre…
-Bueno, basta. -Cortó tajante el juez. Sea lo que sea, esto no es producto ni de un crimen ni de una muerte natural reciente. Aquí tiene el permiso para el levantamiento a nombre de la Universidad de Sevilla, y quiero los informes de usted, Mejías, y de usted, señor Abril antes de siete días en mi despacho del Prado. ¿Estos bocadillos son de jamón?
Desde aquel día, la excavación tomó cierta importancia, y empezaron a desfilar por allí bastantes profesores interinos e incluso algún que otro catedrático, ninguno de los cuales quería perder la oportunidad de aprovecharse del trabajo ya realizado para poder publicar algo y llevarse el mérito.
Pero, a pesar de su juventud, Santi era perro viejo en cuanto a las mezquinas prácticas de algunos de sus colegas y mentores de facultad, y se había dedicado a acotar un terreno mucho más amplio, iniciando prospecciones a los lados y al mismo nivel del esqueleto, donde sabía que había pocas probabilidades de encontrar algo de importancia.
La suave ladera donde se encontró la moneda de oro habría sufrido periódicas lluvias torrenciales, que habrían arrastrado los sedimentos menos pesados y de menor superficie a más velocidad que los más pesados, que probablemente permanecerían enterrados a más altura. Santi dejó que pasara la novedad, y cuando los figurines de la universidad dejaron de aparecer por allí, él y su compañera Tere terminaron de desenterrar el cuerpo, se lo llevaron a su taller dejándolo bajo llave, y prosiguieron la excavación ladera arriba.
Cuando terminó el mes de julio, y después de un agotador trabajo y de tener que montar guardia de noche para evitar el saqueo de los furtivos atraídos por los titulares del Diario de Sevilla, que aseguró en primera plana que se había hallado el cuerpo del mismísimo rey tartésico Argantonio, Santi y Tere ya habían descubierto seis cuerpos más, junto con armas, vestimenta y lo que en su día fueran bolsas de cuero repletas de monedas de oro. Reunido todo aquello en su taller-laboratorio de la facultad de Historia, ambos observaban aquellos montones de huesos, armas y monedas como si fueran la Capilla Sixtina de la arqueología.
-Tía, Tere, esto es lo más grande que se ha encontrado desde el tesoro del Carambolo.
-Desde luego. Con esto ya podemos sacarnos el posgrado y el doctorado, todo junto. Nos ha tocado la lotería. -Y removiendo un montón de monedas de oro con las manos añadió: -Literalmente.
-Ahora, -dijo Santi -a averiguar qué coño es todo esto, quienes eran estos tipos y, sobre todo, por qué estaban tan forrados.
Anterior: Capítulo 1: La batalla |
Siguiente: Capítulo 3: El policía |