El oro de Escipión (Índice)

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Capítulo 1: La batalla

Publio Cornelio Escipión era un tipo precavido, y no era para menos. A lo largo de su vida había visto morir a muchos generales, entre ellos a su padre, en batallas que se suponían ganadas de antemano, especialmente en aquellas ignotas tierras hispanas, pobladas por extrañas y feroces gentes que odiaban a los romanos desde el fondo de sus tripas.

Por lo tanto, en aquella ocasión tampoco iba a dar por supuesta su superioridad sobre el enemigo, a pesar de que era un enemigo en franca retirada, al que había derrotado en numerosas ocasiones, pero que aun así estaba presentando una resistencia pocas veces vista ante las tropas romanas, de manera que en los tres últimos años, desde la conquista de Cartago Nova, Escipión sólo había conseguido llegar hasta cerca de las orillas del Betis en su camino a Gadir y la expulsión definitiva de los cartagineses de Hispania.

Los cartagineses, gente versada en el comercio y las relaciones con los pueblos donde se asentaban, se habían granjeado la lealtad de los habitantes de Hispania, lo que suponía en la práctica que la casi totalidad de los pueblos peninsulares eran ahora enemigos de Roma. Cartago pagaba bien a sus tropas, contaba con generales capaces y curtidos en el combate y sabía defender el territorio con uñas y dientes.

Y lo peor de todo: después de tres años de feroces combates. Cartago dominaba toda la margen sur del río Betis, toda la costa meridional hispana y sus importantes ciudades y rutas comerciales. La inminente batalla podría poner fin a la hegemonía de Cartago, pero también era posible que la ingente acumulación de tropas enemigas, incluso con docenas de gigantescos elefantes de guerra africanos que infundían un terror irresistible entre los legionarios romanos, diera un vuelco a la situación y fuera Roma la que tuviera que retirarse cubierta de vergüenza.

-Te aseguro que esos cartagineses correrán como conejos a esconderse en Carmo, Publio Cornelio.

Silano trataba de animar a Escipión mientras bebía vino recostado en su triclinium de la tienda de mando. Rodeado de comodidades, era fácil olvidarse de lo comprometido de la situación, y Marco Junio Silano parecía llevar muy bien la incertidumbre previa a la batalla.

-Me gustaría tener tu aplomo, Marco -aseguró Escipión- pero tenemos una clara inferioridad numérica respecto al enemigo, y me da que van a vender caro el vado del río. Y sin ese vado no tenemos nada. Si Asdrúbal y Magón se atrincheran en el sur, el día menos pensado nos arrojarán al mar. Además, considera que a nuestra retaguardia sólo tenemos enemigos. Ni siquiera podemos fiarnos de los caudillos que nos han jurado lealtad: son todos una panda de salvajes y piojosos sin honor.

-Tienes que relajarte un poco, amigo -continuó Silano- Recuerda lo que decía Alejandro: «Ninguna fortaleza es tan inexpugnable que no pueda entrar en ella un mulo cargado de oro.» Y tú has regado con oro todas y cada una de las tiendas de los caudillos que hemos ido dejando atrás. Bueno, y crucificando a los que no aceptaron el oro, claro. Yo diría que has dejado un mensaje bastante claro de lo que pasa cuando te enfrentas a Roma.

-Aún así desconfío de ellos. Y todavía desconfío más del resultado de la batalla de mañana. Hoy he revistado a la tropa y daban la impresión de que si les mencionabas la palabra «elefante» saldrían corriendo y no pararían hasta Narbo.

-Cuando llegue el momento ya verás como todos dan la talla. Además, ya me encargaré yo personalmente de los que no la den.

-Que Marte te oiga, Silano. Yo, por si no te oye, voy a tomar mi propias precauciones.

-¿El oro?

-Obviamente, el oro.


Aquella tarde de primavera, un humilde carro tirado por cuatro bueyes y escoltado por cuatro individuos vestidos de paisano emprendía el camino hacia las primeras estribaciones de la sierra bética. A su alrededor, la soledad más completa y aterradora. Los pocos lugareños que habitaban la zona habían corrido a esconderse en lo más escarpado de los montes al ver el brillo del escudo del primer legionario romano, y los que no se habían escondido engrosaban ya las filas de los cartagineses, atrincherados en la ciudad amurallada de Ilipa, esperando al invasor.

Así que Decio no hacía más que mirar a un lado y a otro, la mano apoyada sobre la empuñadura de su espada oculta bajo una sucia capa gris, mientras no dejaba de maldecir su suerte y esa manía suya de convertirse siempre en el hombre de confianza, en el tipo que sacaba las castañas del fuego y en el centurión en el que se podía confiar. Y no es que le desagradara el combate, la pelea, la emoción de la batalla, pero aquello era distinto, y sus compañeros de misión tampoco ayudaban a calmar sus nervios.

Le habían seleccionado como acompañantes a tres auxiliares ilergetes, cedidos a Escipión como escolta personal por el caudillo Indíbil, un oscuro personaje que tan pronto era aliado de Roma como de Cartago. Eran unos tipos malencarados a los que, por el motivo que fuera, el general quería lejos de su lado en la batalla, y de ahí que se los hubiera encomendado para la misión.

No hace falta decir que a ninguno de ellos se le había confiado el verdadero objetivo de la misión. Lo único que se les había ordenado era acompañar a Decio, cavar un agujero donde éste considerara oportuno, y enterrar unos cofres sin que quedara el menor rastro del enterramiento. Decio suponía que, a poco que la inteligencia de aquellos fulanos les llegara para mantenerse de pie, habrían deducido que los cofres a enterrar serían de un valor considerable, y eso le ponía aún más nervioso de lo que ya estaba: aquellos pájaros tenían toda la pinta de destripar a sus abuelas con tal de obtener un buen botín.


La llanura se encontraba cubierta de cadáveres. Por doquier, restos de hombres, caballos, elefantes, y perros se pudrían bajo el potente sol de mayo de la Bética. Entre ellos, algunos paisanos y no pocos legionarios se afanaban en saquear a los muertos antes de que el sol cayera y se hiciera la noche. Aquí y allá todavía podían oírse los lamentos de algunos heridos, que eran rescatados del campo de batalla o rematados en el lugar según fueran romanos o cartagineses.

Subidos a lomos de sus imponentes caballos de guerra, y ataviados con la flamante impedimenta de generales de las legiones con «imperium», Publio Cornelio Escipión y Marco Junio Silano contemplaban en silencio el tremendo panorama, el desastre resultante de la mayor batalla que Roma había vivido en los últimos años. Lejos ya de su alcance, los restos del ejército cartaginés se retiraban hacia la costa, a Gadir, su último reducto, y podía decirse que Hispania (o por lo menos la parte de Hispania que importaba de momento) se encontraba bajo control romano. Aquello, a pesar del mal olor, los gemidos de los heridos y las aproximadamente dos cohortes completas perdidas en combate, sólo podía calificarse como una victoria histórica.

-Pues yo creo que la cosa ha ido bien. -Dijo con cinismo Silano.

-Mejor de lo que yo esperaba, desde luego. -Aseveró Escipión.

-Ahora ya sólo falta que Decio aparezca con el oro y podremos entrar en Hispalis. Me han dicho que las tabernas y los lupanares allí son lo nunca visto. -Silano ya se veía a sí mismo disfrutando de las mieles de la victoria en compañía de todas las putas de la Bética.

-Hablando de Decio… ¿Alguien le ha visto? Juraría que no se presentó antes de la batalla. Ni él ni los tres bestias con los que lo envié a resguardar el tesoro.

-Pues más nos vale que ese inútil aparezca pronto, porque se llevó casi todo el oro de la campaña.


Ya era casi de noche cuando el grupo de desertores cartagineses se encontró de frente con los tres ilergetes que se apresuraban a esconderse entre los montes de la Bética. Los ilergetes eran buenos guerreros, pero nada pudieron hacer contra las espadas de dos docenas de mercenarios que les rodearon y asesinaron sin miramientos. Al parecer no querían testigos de su huida, y no repararon en que aquellos a los que estaban asesinando eran tan desertores como ellos, y que huían al igual que ellos.

Les extrañó que, al saquear sus cuerpos, todos portaran abultadas bolsas con monedas de oro. Los ilergetes estaban forrados; eran unos millonarios con ropajes de pedigüeños, pero ya nunca disfrutarían de sus mal obtenidas riquezas.

A algunos kilómetros de aquel lugar, en la ladera de una suave colina cerca de la llanura de la batalla, yacía el centurión Decio Elio Poseo enterrado a dos metros bajo el suelo, tendido justo sobre tres grandes cofres de madera y zinc repletos de monedas romanas de oro.


…y entonces pasaron dos mil doscientos veintinueve años.


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