Anterior: Capítulo 6: La reunión |
Siguiente: Capítulo 8: El duque |
Para Publio Cornelio Escipión era difícil de creer que Decio hubiera desertado, después de tantos años a su servicio en los que habían compartido aventuras y confidencias. No es que alguna vez le hubiera tratado como a un igual, porque eso no podía ser, pero le tenía cierto afecto a aquel servicial centurión; un afecto que se desvanecía rápidamente con la sospecha de que pudiera haberse dado a la fuga con todo aquel oro de Roma, «su oro», el oro necesario para enviar a los cartagineses al abismo de la historia de una vez por todas.
Por eso había decidido «dar una vuelta» a caballo por los alrededores acompañado de su guardia personal, con la excusa de reconocer el terreno por sí mismo, a pesar de la opinión en contra de Silano, quien desde el primer momento expresó claramente su opinión de que Decio se había quitado de en medio con aquel fabuloso botín.
-El oro es mala cosa, Publio Cornelio: convierte al mejor de los hombres en una bestia codiciosa.
-No lo dudo, Marco, pero Decio… Yo juraría que esos bestias de Ilergetes que le acompañaban se lo han cargado. Y me cuesta quedarme con la duda. Por una parte, no podemos levantar la liebre de que hemos sido timados como bobos porque perderíamos el respeto de la tropa, por no hablar de lo que harían al saber que no podremos pagarles a corto plazo, y por otra parte, no quisiera dar por perdido el tesoro tan pronto. Mañana saldré a hacer un reconocimiento del terreno. A lo mejor encuentro algo, una pista que nos explique qué ha pasado.
-Tú verás, pero esos montes están plagados de desertores de ambos bandos. En mi opinión te atacarán incluso aunque vayas acompañado de toda tu guardia. Perderás el tiempo con todo este asunto, y cuidado, porque podrías perder algo más. Mira, Publio Cornelio, la tropa está contenta, ahora que les hemos dejado saquear Ilipa y todas las villas desde aquí hasta Hispalis, y especialmente ahora que les hemos prometido tierras a este lado del río y una colonia propia para que se establezcan aquí. Prácticamente hemos ganado la guerra, y tenemos un triunfo asegurado al regresar a Roma. ¿Por qué arriesgarlo todo? Podemos saquear el equivalente a lo perdido sólo en el camino de vuelta.
-De todas formas, iré a comprobar en persona qué fue lo que pasó con ese oro.
-Tú y tu oro. Un día os vais a llevar un disgusto con esa afición por el oro que tenéis en vuestra familia.
-Que te den, Marco. Un día vas a amanecer con una daga en las costillas con esa afición que tienes de ser tan sincero.
-Vale, vale, tampoco hay que ponerse así.
En realidad, disfrutaba de aquellas exploraciones. Se sentía seguro rodeado de su guardia personal, legionarios de carrera auténticamente romanos, y sobre todo, bien pagados, de lealtad incontestable. Los tipos de los que acostumbraba a rodearse en batalla y que serían capaces de interponerse entre una espada y su general sin pensarlo siquiera. Aquella mañana habían levantado el vivac, ensillado los caballos y continuado el camino tortuoso entre los barrancos de la sierra al norte de Hispalis. Por delante les precedían grupos de exploradores, y por detrás cubrían su retaguardia otros tantos, vigilantes para no recibir ataques por sorpresa de bandidos o desertores.
Los campos se encontraban completamente solitarios. Desde hacía varios meses la situación se había vuelto totalmente inhóspita para los lugareños, que asaltados por todo tipo de saqueadores, habían abandonado la zona, adentrándose en lo profundo de la sierra a la espera de que los ejércitos se marcharan y pudieran reanudar de nuevo sus vidas.
Alrededor del mediodía, un grupo de exploradores regresó al grupo principal para informar de que a algunas millas al norte se encontraba acampado un grupo de lo que parecían desertores cartagineses. Los romanos se organizaron con rapidez: les sorprenderían desde varios flancos, rodeándoles antes de que pudieran emprender la huída. Con un poco de suerte, incluso les apresarían antes de que pudieran echar mano de sus espadas. El general lo había dejado bastante claro: quería prisioneros vivos y capaces de hablar, así que nada de masacrar primero y preguntar después.
Y así fue: los desertores, sorprendidos mientras comían alrededor de un fuego, no tuvieron tiempo ni de moverse de sus asientos en el suelo cuando se vieron con dos docenas de afiladas gladius en sus respectivos cuellos. Cinco minutos más tarde, Publio Cornelio Escipión interrogaba personalmente a los prisioneros.
-A ver, vamos a llevarnos bien, o esto se nos va a hacer muy largo a todos, pero especialmente a vosotros: ando buscando a un romano y tres ilergetes que llevan un carro grande tirado por cuatro bueyes. Los que me ayuden a averiguar dónde están, vivirán; los que no me ayuden… no tendrán tanta suerte.
-¡Muérete, maldito romano de mier…!
El que empezó aquella maldición no pudo terminar la frase, porque antes de terminarla se había quedado sin tráquea con la que expeler el aire necesario. El legionario que lo sujetaba lo dejó caer degollado al suelo. Escipión miró al legionario con desaprobación, pero no le dijo nada. En cambio, se dirigió al resto de los prisioneros:
-Los demás con la misma idea que vuestro compañero debéis tener en cuenta que al próximo que hable y no sea para informarme sobre lo que os he pedido pienso crucificarle aquí mismo. ¿Habéis visto alguna vez a alguien morir crucificado? ¡No, vosotros qué vais a ver! ¡Venga, empezad a hablar antes de que me empiece a aburrir!
-¡Los matamos! ¡Los matamos! -dijo rápidamente uno de ellos -¡Pero no había ningún romano! ¡Lo juro por Astarté! Llevaban bolsas de monedas de oro como éstas que tenemos. Nos las repartimos y luego nos dividimos en dos grupos. ¡No nos mate, señor!
-¿Entonces los ilergetes iban solos? ¿Ningún romano? ¿Y llevaban oro en bolsas? Bien, bien… ¡Centurión! Toma un grupo de los tuyos y llévate a estos fulanos al campamento. Allí sacadles hasta la última partícula de información. Quiero todo, absolutamente todo lo que sepan.
-¡A la orden, general!
Escipión estaba satisfecho. Parecía que finalmente obtendría algún resultado de su investigación, y la prueba eran aquellas bolsas de oro, de su oro, de aquellas preciosas monedas doradas con la doble cara de Jano. Ahora sólo faltaba encontrar los tres enormes cofres con el resto del tesoro. Estaba ya seguro de que aquellos ilergetes salvajes habían asesinado a Decio y, por deducción, que habían escondido el tesoro en algún lugar, porque era muy difícil transportar todo aquel oro sin llamar la atención, sobre todo en aquellos días. Apostaría por que lo enterraron en alguna parte y escaparon con lo suficiente para pasar algún tiempo cómodamente antes de volver a por él. ¿Pero dónde lo enterraron?
El ataque se produjo por la noche. Un numeroso grupo de desertores hambrientos decidió, más por desesperación que por convicción, atacar al grupo de legionarios, seguramente más por la comida que por el posible botín. Ni siquiera sabían a quién se enfrentaban, y además les daba igual. Masacraron a la guardia, aunque estos tuvieron tiempo de dar la alarma.
Escipión salió de su tienda espada en mano, cuando los atacantes ya se encontraban a pocos metros. Atravesó al primero, decapitó al segundo y perdió el equilibrio con el tercero, cayendo al suelo mientras el desertor que le atacaba blandía una lanza con intención de ensartarle con ella. Dos certeros flechazos se lo impidieron, y Escipión gateó en la oscuridad sólo iluminada por los rescoldos de la hoguera del vivac para ponerse a salvo.
Sus legionarios de la guardia le encontraron pronto y consiguieron subirlo a un caballo con el que partió a galope tendido escapando de la emboscada mientras sus soldados le cubrían la retirada. Sólo tras llegar al campamento, lavarse y soportar el «ya te lo dije» del imbécil de Marco Junio Silano reparó en que había perdido su espada; una espada que su padre había mandado forjar para él hacía años y a la que tenía un cariño especial.
Anterior: Capítulo 6: La reunión |
Siguiente: Capítulo 8: El duque |