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-Señores, vamos a empezar declarando que lo que se hable en esta reunión no va a salir de este despacho. Todos ustedes tienen encima suficientes evidencias delictivas como para emprender acciones legales que les mantendrían en prisión durante bastantes años; sin embargo, eso no beneficiaría a nadie, y tampoco queremos eso.
-Yo no tengo por qué…
-Usted es el primero que debe callarse, señor Trevijano. Debería darle vergüenza, un policía con su antigüedad y su historial de menciones y condecoraciones, comportándose como un vulgar delincuente. En fin, en primer lugar, presentémonos: Como saben, soy Benita Domínguez, alcaldesa de Trujillos. El señor de dos metros de pie en la puerta es mi jefe de policía, Félix Camaredo, apodado -y perdona, Félix, pero es para poner las cosas en su contexto, - apodado «El Carabestia». Félix es quien se va a encargar, terminada esta reunión, de enviarles al puesto de la guardia civil de Casteleño, porque aquí no tenemos la suerte de contar con cuartelillo de la Benemérita, o de acompañarles a sus respectivos domicilios, del que sólo deberán salir cuando yo lo autorice.
-Creo que se está usted extralimitando en sus funciones, señora alcaldesa, y yo creo que…
-¡Usted también se calla, Santiago! Entre usted y su amiga han aterrorizado al pueblo durante semanas. Nos ha costado Dios y ayuda dar con su paradero, y muchas noches recorriendo el pueblo a la espera de que efectuaran alguno de sus malditos experimentos. A ustedes no haría falta ni llevarlos al cuartelillo: si los pusiera aquí en medio de la plaza del ayuntamiento y contara lo que nos han hecho, la turba les lincharía aunque Félix tratara de impedirlo, cosa que me extraña que hiciera, la verdad.
-Pues yo no sé qué pinto en todo esto.
-Usted, Padre Ignacio, se las está dando de víctima, pero me da que no nos cuenta todo lo que sabe de este asunto. Creo que en toda esta trama tiene usted un papel nada irrelevante.
Don Ignacio, indignado, se levantó como con un resorte de su asiento en la mesa de reuniones de la alcaldía, y se dirigió hacia la puerta, donde el policía local / ropero-de-tres-puertas impedía el paso. El cura ni siquiera hizo ademán de tratar de apartar al «Carabestia», que con un brusco gesto de su cabeza indicó al párroco que volviera a la reunión. Entre cabreado e intimidado, Ignacio Requena se reincorporó al -nunca mejor dicho -cónclave.
-Todavía no tengo ni idea de lo que todos ustedes se traen entre manos, pero les voy a advertir una cosa: yo no llevo de alcaldesa dos legislaturas seguidas porque sea tonta del culo (aunque algunas veces, con los marrones que tengo que comerme, me pregunto si no será así). Usted, señor Trevijano, con la ayuda de sus compinches, que son por cierto lo más granado de Trujillos, se ha dedicado a excavar un total de cinco túneles a lo largo y ancho de la colina bajo la iglesia, y gracias a Dios que le hemos pillado a tiempo, porque según el arquitecto municipal ha debilitado usted la cimentación del edificio hasta tal punto que hemos tenido que cerrar el templo al culto. Usted, Santiago, y usted, Teresa, al mismo tiempo que el señor Trevijano convertía Trujillos en un queso de gruyere, han estado utilizando ese aparato del demonio en plena noche, generando unas vibraciones que han provocado daños, que sepamos, en unas treinta y siete viviendas, además de las grietas que pueden apreciarse en las paredes de la iglesia y aquí mismo, en este despacho. ¡Miren, miren cómo me han dejado la pared!
-Doña Benita, es imposible que nosotros, que nuestro radar…
-¡Estoy hasta el mismísimo moño de ustedes y de su radar! Como les he dicho al principio, ustedes no están encerrados en prisión porque aquí hay más de lo que aparenta, y después de que la guardia civil me haya ignorado durante semanas, de que el Instituto Sismológico Nacional se haya reído en mi cara y de haber sido amenazada por vecinos, comerciantes, beatas e incluso por el cura, al final tuvimos que tomar nosotros mismos las riendas del asunto hasta que conseguimos cazarles in fraganti. ¿Problema resuelto? Puede que sí, pero ustedes no se van de aquí sin explicarme de pe a pa todo este negocio, porque soy capaz de echarles encima al Carabes… a Félix y que haga un auto de fe con ustedes en la plaza.
-¡Un auto de fe! ¡Por Dios Benita! -Se santiguó el cura.
-Un auto de fe, Padre. O se aclara todo ahora mismo, o aquí van a haber hondonadas de host… o se me van a enterar todos de lo que es bueno.
Hubo unos segundos de incómodo silencio en el despacho, mientras la mayoría miraba cabizbajo la caoba de la mesa y alguno observaba con interés los grabados enmarcados en las paredes. Tere, sin embargo, no podía apartar la mirada de la evidente grieta vertical de la pared, que contrastaba con la madera noble de los muebles y el buen gusto de las molduras del techo, preguntándose si de verdad había sido ella la causante de semejante desaguisado.
Puesto que estaba claro que nadie iba a soltar prenda, incluyendo a Santi, se decidió a soltar la bomba:
-Hay un tesoro fabuloso debajo de Trujillos.
A la alcaldesa se le abrieron los ojos como platos:
-¿CÓMO QUE UN TESORO?
-Un tesoro como no se ha visto nunca en la historia de la arqueología. ¿Sabe usted Tutankamón, la Troya de Schliemann, la tumba del emperador Qin Shi Huang? Minucias comparado con lo que tenemos debajo de los pies ahora mismo.
La noche volvió a caer sobre Trujillos. La primera noche en semanas sin voces de ultratumba saliendo de las profundidades, sin espantosas vibraciones, sin lámparas moviéndose e imitaciones de figuritas de Lladró cayendo de los muebles en casa de las beatas.
Benita, satisfecha y aliviada por primera vez en tanto tiempo, leía su kindle en la cama a la luz de la lámpara de su mesita de noche mientras su marido girado de espaldas roncaba apaciblemente. Por algún motivo, que ella achacaba a la tensión vivida durante demasiado tiempo, no podía conciliar el sueño.
Había puesto en su sitio aquella mañana a los arqueólogos, al policía e incluso al cura. Había acordonado tanto la casa donde Trevijanos había estado excavando sus túneles como el local donde Abril y Rosa se habían dedicado a detonar el georradar. Incluso había enviado al cura a la casa parroquial con órdenes expresas de no salir de allí bajo ningún concepto. Y por si esto fuera poco, Félix, con su cara de pocos amigos, patrullaba con el coche el centro del pueblo, dispuesto a arrancarle la cabeza a cualquiera que se atreviera a perpetrar el más mínimo desorden público.
Y para colmo, aquella historia del tesoro. Aunque le pareciera lo más inverosímil del mundo, tenía que creerlo, porque saltaba a la vista que aquellos individuos había invertido mucho, se habían estado arriesgando, y llevaban muchísimo tiempo detrás de aquello, y nadie hacía lo que habían hecho estos por nada. Si la historia era cierta, aquello podría poner a Trujillos en los titulares del mundo entero y, por qué no decirlo, solucionar de una vez por todas sus problemas financieros. Pero para que nadie viniera a llevarse los laureles, a colgarse las medallas y, especialmente, a llevarse la pasta, habría que andarse con mucho tacto en todo este asunto.
Volvió a mirar el despertador: las tres y media. Ya estaba bien. Si no conseguía dormir un poco, por la mañana sería incapaz de tirar de su cuerpo. Cerró el kindle, apagó la lamparita y cerró los ojos.
Y entonces sucedió.
-BBBBOOOOOOOUUUUUUMMMMMM!!!!!
No fue sólo el ruido ensordecedor, sino también una fortísima onda expansiva que hizo añicos los cristales de su ventana, levantó las cortinas como un huracán y la hizo saltar sobre la cama, al igual que había saltado todo lo que había a su alrededor, incluyendo a su marido, que a buen seguro nunca había tenido un despertar como aquél en toda su vida.
-¡Benita, por Dios! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
No supo qué contestarle. Simplemente se vistió a toda prisa y salió a la calle, donde centenares de vecinos ya estaban en las puertas de sus casas dispuestos a salvar la vida de lo que creían un terremoto. Benita se imaginó lo peor, y acertaba: en lo alto de la colina, donde antes se levantaba la iglesia, único atractivo turístico y único edificio singular del pueblo, ahora se levantaba una enorme columna de humo y polvo.
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