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Parece que el tiempo no ha pasado por la fachada de la iglesia de San Roque de París. La vida por la calle Saint Honoré transcurre con las prisas propias de la capital francesa. Todo lo demás ha cambiado: la calzada, los edificios adyacentes, el tránsito de vehículos, las ropas de la gente,… Sólo la iglesia permanece como testigo mudo de unos acontecimientos que en 1795 estuvieron a punto de acabar con la Revolución Francesa y su gobierno.
En septiembre de 1795 se promulgó una nueva constitución para Francia -la tercera, después de las de 1791 y 1793- con la esperanza de acabar con los horrores provocados por los revolucionarios extremistas jacobinos y su reinado del terror. Se suprimió el sufragio universal, favoreciendo con ello la formación de una Convención más derechista y moderada. En el sur de Francia, la Convención había expulsado por fin a ingleses y españoles, aplastando la rebelión tolonesa con la ayuda inestimable de un joven oficial muy prometedor: Napoleón Bonaparte. Podría parecer que con esto se conjuraba uno de los mayores peligros para la Francia revolucionaria, pero no era así. A la República aún le quedaba por superar su mayor desafío en las mismas calles de París.
Napoleón había regresado a París con el rango de general de brigada -cuando había salido de allí sólo un año antes como un simple capitán-, aunque estuvo a punto de caer en desgracia durante la depuración que la Convención hizo de todos los elementos jacobinos. Incluso estuvo preso durante dos semanas, mientras el nuevo gobierno decidía qué hacer con él. Posiblemente su valerosa actuación en Tolón y el hecho de que la República necesitaba héroes del pueblo habían hecho más para salvarle que ninguno de los argumentos que el joven Napoleón pudiera esgrimir en su defensa. En realidad, Napoleón sí era simpatizante de los jacobinos, pero lo era aún más del orden social.
Así que, a mediados de 1795, Napoleón volvía a languidecer en la capital francesa a la espera de un destino militar que le permitiera demostrar sus magníficas dotes de táctico y estratega. Mientras tanto, una conspiración en la sombra se fraguaba contra la República: Miles de partidarios de la monarquía y de damnificados por los excesos revolucionarios se escondían en París, esperando el momento propicio para derrocar al gobierno. Durante todo el año, la República se había estado enfrentado a las sublevaciones realistas en diferentes puntos de la geografía francesa, desbaratando incluso un intento de desembarco de emigrados armados en el noroeste, cerca de Normandía.
Y por fin, a principios de octubre de 1795, en el mes de vendimiario del año III según el calendario revolucionario, el conde de Artois -que años más tarde reinaría en Francia con el nombre de Carlos X- desembarcó en las costas de la levantisca y pro-realista región de la Vendée con una pequeña fuerza de exiliados e ingleses. La figura del conde de Artois era suficiente para justificar que existía un gobierno provisional realista en Francia, así que se dio la consigna para que los realistas apostados en París se levantaran y trataran de derribar a la Convención. Entre ellos se encontraba todo un cuerpo de la Guardia Nacional Francesa, un cuerpo creado para mantener el orden revolucionario y que ahora estaba bajo control de los realistas. En total, unos 30.000 enemigos armados se concentraban a sólo unos cientos de metros del palacio de Las Tullerías, sede del gobierno republicano.
Por su parte, la Convención se encerró en sus salas de reuniones con el compromiso de no abandonarlas hasta que la crisis hubiera sido solventada, y ordenó que se formaran tres batallones de patriotas, con lo que pudo reunir a unos 5.000 hombres bajo el mando del general Menou. En aquellas circunstancias, conservar la capital iba a convertirse en una tarea casi imposible, ya que el enemigo superaba ampliamente en número a los republicanos. Para colmo, Menou se dejó atrás los 40 cañones de que disponía para no verse impedido en sus movimientos y adelantarse a los realistas. Hasta la llegada de Napoleón, los altos mandos militares nunca habían considerado a la artillería como un arma decisiva en la guerra, pero eso iba a cambiar muy pronto.
En la noche entre el 12 y el 13 de vendimiario (5 de octubre de 1795) las calles de París se iban a convertir en un campo de batalla. Menou trató de apaciguar a los realistas, cosa que estos tomaron como un signo de debilidad. El resultado fue que los realistas indecisos se envalentonaron, y al final Menou se vio obligado a efectuar una carga de caballería para despejar la calle de Faubourg-Montmartre. La Convención, convencida de que Menou no podría lidiar con los realistas, transfirió el mando a Barras. Éste por su parte se dio cuenta rápidamente de que la persona más indicada para dirigir la defensa de la Convención era un joven general que había acudido a las cercanías del palacio al estallar la revuelta para interesarse por la situación: Napoleón Bonaparte.
Napoleón, una vez recibido el mando, ordenó a Murat llevar los cañones “olvidados” por Menou desde los cuarteles de Les Sablons hasta las inmediaciones de Las Tullerías, y los colocó estratégicamente para proteger el perímetro que estaba encargado de defender de los inminentes ataques realistas. Cuando el enemigo empezó a cargar en oleadas cada vez mayores sobre la Convención se encontró con una muralla infranqueable de fusilería, artillería y caballería combinadas. Napoleón dirigió a las tropas para conseguir lo nunca visto en un combate urbano. Durante varias horas rechazó los ataques de los insurrectos, al tiempo que conseguía embolsar a cientos de realistas entre las angostas calles del centro parisino. Uno de los lugares donde el combate fue más encarnizado estaba delante de la iglesia de San Roque, en la calle Saint Honoré, muy cerca del palacio de Las Tullerías. Allí fueron embolsados cientos de realistas y cañoneados sin miramientos. Para este menester se habían cargado los cañones con metralla, mucho más efectivas contra grupos de personas que las bolas de hierro.
Esta metralla tuvo un efecto devastador sobre los sublevados. A la mañana siguiente, cientos de cadáveres sembraban las calles de París, mientras los realistas supervivientes eran apresados o buscaban desesperadamente un agujero profundo donde esconderse. La disciplina militar, combinada con el talento táctico del joven general Napoleón, habían salvado a la República Francesa de uno de sus más arriesgados trances. El conde de Artois se retiró de las costas francesas el mes siguiente, dada la imposibilidad de hacerse con el poder por las armas ante una República fortalecida por los sucesos de París.
Napoleón, aclamado como un héroe nacional, fue rápidamente ascendido a General de División, mientras su promotor Barrás se alzaba al poder en el nuevo gobierno encargado de mantener el orden en Francia: el Directorio. Ahora Napoleón era realmente famoso, y no podía contar con mejor padrino para satisfacer sus ambiciones militares.
Esta escena de la miniserie «Napoleón», protagonizada por Christian Clavier, relata los sucesos de aquella noche del 13 de vendimiario del año IV del calendario republicano.
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