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Nota: Este relato es uno de los últimos escritos por mi hermano Sergio antes de morir. Siempre me ha maravillado que, tras dos años de lucha contra la enfermedad que se lo llevó, aún conservara ese sentido socarrón del humor y de la crítica hacia la sociedad en la que le tocó vivir. Lo he transcrito aquí entre otras cosas para facilitar su conservación, ya que sólo disponía de una copia en papel. Además, me apetecía mucho compartir lo que yo considero como un tesoro sentimental con los lectores de esta página.

ADN

Por Hilal al-Fan

Andalucía, siete de la mañana. Noticias. Por favor, presten atención al siguiente aviso: a todos los vecinos de localidades cercanas a fincas de ganado bovino, permanezcan en sus casas o en sus vehículos mientras los cuerpos de seguridad controlan la peligrosa situación provocada por grupos desconocidos que esta madrugada han saboteado cercados y liberado a reses bravas que a estas horas se hallan esparcidas por innumerables localidades andaluzas. Esta acción, que podía ser calificada de terrorista, ha sido atribuida por algunos sectores al grupo independentista clandestino A.D.N., que aún no se ha pronunciado al respecto. Repetimos, no salgan a espacios abiertos donde podrían ser atacados por estos animales que han mostrado una fiereza fuera de los normal y ya han herido gravemente a docenas de personas. Seguiremos informando.

La noticia sobresaltó a Jacinto que, cuando fue a subir el volumen de la radio-despertador programada para encenderse a aquella hora, se encontró con que habían pasado a otra noticia y no pudo enterarse de más detalles. Mientras se frotaba los ojos tumbado en la cama, intentó reconstruir el aviso y recordó las siglas A.D.N. Ya las había visto alguna que otra vez en las pintadas que aparecían en los muros de la iglesia encalados y otra vez vueltos a encalar. Siempre acompañaban consignas como “Andalucía libre e independiente” o “Fuera españoles de Andalucía” que la gente leía con gran perplejidad. Para ellos era como si pusiera “Andalucía holandesa ya”. Pero para A.D.N. la “identidad diferenciadora” que caracterizaba a los andaluces arraigaba en la Andalucía árabe y se había transmitido genéticamente a las generaciones actuales. Poco sabían sus activistas de historia medieval, pero aquel pretexto encajaba con sus necesidades: para A.D.N., el andalucismo independentista era una cuestión genética. No hacía mucho tiempo que este grupo había pasado de las palabras a los hechos, aunque no con gran fortuna. Su primera acción fue arrojar miles de octavillas propagandísticas una madrugada en el centro de Jerez. Para ello gastaron todos sus ahorros en una imprenta cuyos dueños eran, si no simpatizantes, al menos discretos. Pero equivocaron el momento y, cinco minutos después del orgiástico acto nocturno, los camiones de riego del ayuntamiento terminaron con la alfombra de octavillas que nadie, salvo ellos, pudo leer. Aquello fue un duro golpe que encajaron con una moral de hierro y atribuyeron a las dificultades del inicio de una gran empresa, pero no se les pasó por la cabeza renunciar a la lucha. La siguiente acción iba a ser el secuestro del alcalde de una importante localidad costera pero, cuando asaltaron su mansión, se encontraron con que la policía se lo acababa de llevar detenido por numerosos asuntos de corrupción y estafa.

esta vez no habían fallado. Con una estrategia profundamente estudiada, había movilizado a todos sus miembros y el sabotaje se perpetró con una sincronía perfecta. Se dividieron en pequeños grupos y se repartieron por los principales cortijos de varias provincias. Protegidos por las sombras de la madrugada, penetraron en las fincas y vertieron en los abrevaderos una disolución tóxica en cantidad suficiente para que afectara a todas las cabezas. Esta sustancia ilegal, de nombre desconocido, era empleada por algunos ganaderos para aumentar la bravura de las reses que resultaban mansas y así pasar los controles requeridos para la fiesta nacional. Normalmente, el efecto del alucinógeno remitía antes de que los toros entrasen en los ruedos y volvían a ser tan decepcionantes como antes de la dosis. Sin embargo, los activistas vertieron una cantidad exagerada de droga con el fin de que el efecto fuese eficaz y duradero. Cuando los animales hubieron bebido, sólo hizo falta colocar una linterna en la parte de la cerca que habían cortado para atraerlos a la salida. Después, ellos solos encontrarían el camino hacia las poblaciones. La iluminación callejera haría el trabajo. A las seis de la mañana, toros, vacas, terneras y becerros ocupaban los pueblos y se enzarzaban a cornadas con todo lo que encontraban a su paso. Algunos luchaban entre sí confundiendo a sus congéneres con seres extraños. Cuando los vecinos despertaban, se encontraban con las calles tomadas y no podían salir de sus casas. Permanecían cerca de las ventanas con los televisores y las radios encendidas a la espera de alguna novedad. Algún despistado tuvo que volver a subir las escaleras perseguido por una bestia negra de 635 Kg. Los mayores recordaban nostálgicos los viejos tiempos en que cada dos por tres se escapaba algún burel y todos tenían que refugiarse en las casas. Pero nunca había visto animales tan enfurecidos como aquellos que atravesaban las lunas de los escaparates tratando de embestir a los maniquíes.

Jacinto se levantó y vio desde su ventana una vaquilla sacudiendo con violencia la cabeza para deshacerse de una papelera que había atravesado con su cuerno derecho, pequeño pero afilado.

La radio emitió un nuevo comunicado en el que rogaba a los vecinos de las localidades afectadas que no dispararan a los animales. Los ganaderos estaban organizando grupos de jinetes para recuperar las reses y conducirlas de nuevo a las fincas. Por el bien de su negocio pedían que no abrieran fuego si no era en caso de extrema necesidad. Prometían tener la situación bajo control en pocas horas.

Desde su ventana, Jacinto alcanzaba a ver parte de la plaza mayor, donde una decena de animales campaba a sus anchas y, pasada la agitación de los primeros momentos, olisqueaban todo lo que iban encontrando, embistiendo de cuando en cuando a lo que su capricho escogía. Sentía verdadera admiración por aquellos animales rústicos y misteriosos, no se perdía ninguna corrida televisada, aunque no tenía dineros para asistir a ninguna. Por primera vez los veía de cerca y trataba de reconocer sus rasgos: los había zaínos, bragados, meanos, astifinos, caretos… Aquellas eran bestias impresionantes y de pura raza. Descendientes directos de una estirpe de animales con una carga genética de bravura y nobleza inigualable.

–Eso sí que es ADN.

Murmuró Jacinto entre dientes. Luego miró hacia el armario de su habitación y pensó en el capote del tío Antonio. Lo guardaba allí desde hacía años con la esperanza de usarlo algún día delante de un toro. Mientras se vestía, recordaba la ridícula historia de su tío quien, en lugar de trabajar en las faenas del campo con sus hermanos, se fue a la capital en el 49 para asistir a clases de toreo. Cada vez que regresaba al pueblo, lo hacía calzado en su traje corto, con la gorra gacha y los trastos en una maleta pequeña para que se viera bien la empuñadura del estoque. Las mozas enloquecían a su paso y todas soñaban con ser la musa de aquel héroe en potencia. Aquellos alardes generaron envidias entre los mozos y se pusieron de acuerdo para prepararle una encerrona. Entre todos pagaron una vaquilla y lo dispusieron todo para que Antonio la toreara en el picadero de Luis Frasco, que era propicio para este tipo de celebraciones por su gran tamaño. Se lo comunicaron en la plaza del pueblo, donde él solía ir a pavonearse ante las mozas e incluso simulaba algún pase con la gorra en la mano. Cuando éstas oyeron la noticia soltaron un suspiro unánime y se volvieron sonrientes mirándolo como un niño que espera un caramelo. Ante aquellas expectativas, no cabía un no por respuesta y aceptó, pero en su vientre las tripas se encogieron y tuvo que disculparse y aligerar el paso hacia su casa, donde los retortijones lo retuvieron en el baño más de media hora. Al salir, la familia lo esperaba con aires de celebración, festejando la noticia alrededor de la mesa con una botella de vino. Él no pudo más que pedir disculpas de nuevo y volver al baño. Aquella noche no pudo dormir. ¿Cómo podría explicar que en realidad él de torero no tenía nada y que aquello sólo era una excusa para salir de aquel pueblucho y disfrutar de las modernidades y el glamour de la capital? ¿Cómo podría hacerles entender que le daban pánico los toros y que usaba aquella artimaña para arrasar entre las muchachas? Podría alegar indisposición, pero se descubriría el fraude. ¿Y si se rompiera algún hueso? No, le daba pánico el dolor. La única solución era apechugar y salir a la mañana siguiente a la arena con la bestia. Por la mañana encontró sobre la cama el traje corto planchado y replanchado pro su madre y, extendido en el respaldo de su silla, un capote nuevo en el que ella había bordado sus iniciales durante toda la noche. Lo miraba como si fuera a hacer la comunión por segunda vez.

–Que no soy Manolete, mamá.

Fueron sus últimas palabras aquella mañana antes de salir hacia el picadero. El miedo hacía que le temblaran las piernas, mientras todos lo saludaban alegremente camino de donde Luis Frasco. Al llegar, la banda del pueblo lo recibía con compases de pasodoble. Antonio bajaba la cabeza de pura vergüenza y tratando de esconder su color pálido. Tras unos minutos de espera interminables, soltaron la vaquilla, negra, flaca, pequeña, pero lo único que se podía conseguir por el poco dinero que habían reunido los mozos. Dio unas carreras por el improvisado ruedo embistiendo aquí y allá a lo que más le llamaba la atención. Sus cuernos cortos le parecieron a Antonio los del mismísimo diablo. De pronto, se hizo el silencio y todos lo miraron instándole a saltar. Y saltó. Entonces, el estruendo se recompuso y la vaquilla le dio la espalda distraída con los gritos que venían del lado opuesto. Antonio desdobló el capote, lo asió fuertemente y lo extendió. Sólo tuvo que gritar “ehe” levemente para que la vaquilla se volviera. Retornó el silencio. Todo iba a ocurrir en menos de cinco segundos. El animal arrancó tras escarbar dos veces y galopó hacia Antonio. Apretó los dientes y pensó: «tengo que darle un pase». El problema era que no sabía cómo, así que, cuando la cabeza del animal estuvo a dos metros de su cuerpo, le arrojó el capote y echó a correr. La vaquilla, cegada de pronto, intentaba librarse de éste y cabeceaba violentamente. Un extremo cayó al suelo y, al pisarlo, el percal se rasgó. Pero aquello no llamó la atención de los congregados, que estaban totalmente absortos observando la carrera de Antonio. Boquiabiertos, lo vieron salir entre los maderos del picadero y alejarse corriendo hacia su casa. El silencio se rompió en una carcajada general y pronto los mozos se dedicaron a torear la vaquilla por su cuenta. A la madre de Antonio le devolvieron aquel capote desgarrado que guardó en seguida sin lavarlo siquiera.

Antonio pasó una semana sin salir de casa, sin hablar con su familia, hasta que por fin se decidió a alistarse en el ejército, donde nadie lo conocería y, por otra parte, no había perspectivas de peligro. Aunque luego llegaron los problemas en África, pero esa es otra historia.

Jacinto volvió la vista de nuevo hacia la ventana, tratando de desviar su atención de aquel capote con el que tantas veces había jugado a ser torero. A escondidas de su abuela practicaba los más variados pases –algunos inventados– con un toro ficticio y jaleándose a sí mismo al compás de sus movimientos. Cuántas veces había querido mostrar su arte y su valentía en las capeas que se organizaban en los pueblos cercanos y en el suyo mismo y se lo habían prohibido terminantemente. Su familia tenía claro que no quería volver a pasar por un trago como el del tío Antonio y convertirse en el hazmerreir del pueblo otros cinco años al menos. Así que Jacinto había intentado concentrarse en el trabajo en la fábrica de quesos y dejarse de tauromaquias, pero no había logrado matar aquella vocación que latía en lo más profundo de su alma.

De pronto, alcanzó a ver un frenético movimiento en las bestias de la plaza, al que sucedieron varios disparos seguidos que súbitamente cesaron. Ya Jacinto no podía ver ninguna res, porque todas habían pasado a la zona de la plaza que no se divisaba desde su ventana. «Aquí pasa algo feo», murmuró y, sin pensárselo dos veces, se ató los zapatos, abrió el armario y cogió el capote, desplegándolo y doblándolo en una posición más cómoda. Salió de su cuarto y cruzó el salón a toda velocidad, sin darles tiempo a su madre y a su abuela de prevenirle sobre su salida ni de prohibírsela. Bajó las escaleras y con cautela abrió el portal. No vio a ningún animal al asomarse a aquella calle desierta y empezó a moverse rápida pero cuidadosamente hacia la plaza. Llevaba el capote pegado al pecho, tal vez por el miedo instintivo e inconsciente que hasta los mejores toreros tienen y no dejaba de girar la cabeza a un lado y a otro por si aparecía alguna res. Con tanta precaución se olvidó de mirar al suelo y pisó una enorme boñiga de toro que le llegó hasta el tobillo. Tras mascullar varios juramentos, se sacudió el pie y siguió su camino. Por fin llegó a la esquina de la plaza y contempló el espectáculo en su totalidad: seis reses yacían en el suelo desangrándose mientras un enorme toro que Jacinto pesó a ojo en unos seiscientos kilos los olisqueaba desconcertado. Junto a una pared se encontraba el pedestal de granito sobre el que reposaba el busto de Blas Infante –inaugurado en su día por el presidente de la Junta– y tras él se refugiaba como podía un guardia civil herido en una pierna. A su lado, a cuerpo descubierto ya que la estatua no era lo suficientemente ancha ni siquiera para uno, su compañero intentaba sin fortuna desencasquillar la pistola, pero su nerviosismo frenético no le ayudaba en absoluto. La pareja hacía su ronda a pie aquella mañana por tener el vehículo en el taller y habían sido perseguidos por dos vacas bravas hasta la plaza, donde les esperaba el resto de los animales deseosos de embestir a todo aquello que se moviera. Tras ser alcanzado el cabo por una vaca, el número comenzó a disparar y se refugiaron junto a la estatua, pero la única arma que poseían –la del cabo quedó en el lugar de la cogida– había dejado de disparar sin acabar antes con el peligro. Los vecinos de la plaza observaban la escena paralizados desde sus ventanas. Alguno fue capaz de vocear para llamar la atención de aquel inmenso toro que no veía ni oía más que a los guardia civiles y empezaba a escarbar en el empedrado de la plaza mirándolos con furia. El miedo terminó por paralizar también al número que soltó el arma y pegó la espalda a la pared.

–Este nos mata, Paco. –Le gritó el cabo entre gemidos de dolor. Su herida sangraba y se había hecho un torniquete.

–Y que lo digas. Ya podían haber hecho una estatua más ancha, joder.

Jacinto, escondido tras la esquina, llenó los pulmones de aire y lo expulsó con violencia. Luego, gritando con todas sus fuerzas corrió hacia el centro de la plaza, interponiéndose entre el toro y los guardias y llamándolo como había visto hacer tantas veces.

–¡He, he, he, he, he! ¡He, he, he, he, he! ¡Toro, he! ¡Toro, he!

Aquella descomunal bestia negra se arrancó con sed de sangre y Jacinto desplegó el capote dejando ver su histórico siete con todo su esplendor. Al acercarse el animal, desvió el capote a la derecha, dio un paso atrás con el pie izquierdo y el toro pasó por su lado rozándole pero burlado. En seguida se dio la vuelta Jacinto y siguió llamándolo con insistencia. El toro se volvió y con prontitud se arrancó de nuevo. El sudor chorreaba por la cara del joven en aquella atípica mañana de invierno, pero una fuerza interna le hacía ser dueño de la situación.

–Ahora una verónica– murmuró. Se cuadró ante el toro y puso todo el estilo adquirido en horas de juego en un paso que hizo que el toro no alcanzara su objetivo y frenara quince metros más allá al darse cuenta de que su embestida había sido en vano. La emoción arrancó un clamoroso “olé” de los vecinos que no daban crédito a lo que veían sus ojos. Muchos de ellos ya habían reconocido al mozo y su capote. Tras aquel pase vinieron tres, cuatro más, cada uno de ellos coreado por el improvisado público tanto que a Jacinto le pareció estar en un ruedo de verdad. De lo que no parecía haberse dado cuenta era de que cada vez estaban ambos, toro y torero, más cerca de los guardias, que pasaron de sentirse eufóricos por la actuación de aquel mozo a ver de nuevo amenazadas sus vidas por la cercanía del animal. Intentaron apartarse pero imposible mover al cabo con aquella herida. Tras uno de aquellos pases, Jacinto esperó al toro a unos dos metros de la pareja.

–¿Qué haces, inconsciente? ¡que nos va a matar!

Jacinto se volvió un segundo y lanzó una mirada tranquilizadora a los guardias que no comprendían su actitud.

El toro se arrancó una vez más, encelado con aquel capote, y aceleró con todo lo que daba su inmensa fuerza. El mozo parecía una presa fácil y al “respetable” se le hizo un nudo en la garganta desde las ventanas y balcones. El silencio era total, roto tan sólo por el estruendo de las pezuñas en el empedrado. Jacinto tuvo la sangre fría para no moverse hasta el ultimo momento y le mostró el capote. El toro se hundió en la embestida y, al retirarse el capote, descubrió a escasos centímetros de su testuz el bloque de granito en el que habría podido leer, de no ser toro, “El pueblo a la memoria del padre de la Patria Andaluza”. A tal velocidad, el choque fue inevitable y salvaje y el granito se quebró en una grieta al tiempo que la bestia caía inconsciente a su lado, tal vez muerta. Jacinto ya estaba de cara y pudo contemplar el feliz desenlace al que habían llevado sus improvisados planes. Una masiva ovación retumbó en la plaza e incluso los guardias civiles no pudieron reprimir los aplausos al ver el triunfo de Jacinto. Éste tampoco pudo evitar saludar con la mano extendida como si llevara una montera antes de correr a auxiliar al cabo herido. La pareja se deshacía en frases de agradecimiento mientras de las casas comenzaba salir la gente a borbotones. El teléfono había corrido la voz y acudía gente de todas partes, al tiempo que una ambulancia estaba en camino. La masa recogió al herido y elevó sobre sus hombros a Jacinto, quien ni podía ni quería dejar de sonreir de oreja a oreja. Vivas y vítores como “torero, torero” resonaban en aquella plaza, repentinamente abarrotada. Los garrochistas habían recorrido los alrededores sin encontrar ninguna res y entraron en el pueblo por si quedaba alguna suelta, pero sólo hallaron los cadáveres en la plaza y el bullicio que se alejaba para darle la vuelta al pueblo a hombros a aquel joven que, capote en mano, no dejaba de sonreir y olía a boñiga. La vuelta al pueblo fue larga y durante la misma le arrojaron flores, sombreros y hasta alguna gallina, dando tiempo a que llegara una unidad móvil de la televisión autonómica avisada del acontecimiento. Con gran esfuerzo se acercaron a Jacinto entre la masa y Andalucía entera pudo ver cómo le entrevistaban, preguntándole si tenía intenciones de dedicarse profesionalmente al toreo, e informándole de que algún empresario taurino ya se había interesado por él, convertido en héroe desde aquella mañana.

–¿Quieres decirle algo a Andalucía?

–Pues que me siento muy contento de haber podido hacer algo por mi pueblo y que quiero agradecerles en el alma a esos señores que me han dado esta oportunidad tan grande para mí de iniciarme en el toreo, lo más bonito de España. –Consiguió balbucear con lágrimas en los ojos.

Tras aquella aparición de Jacinto en las televisiones de todo el país, jamás se volvió a oír hablar de A.D.N. Ni una pintada, ni una octavilla, nada. Se dice que la frustración de sus miembros les llevó a la apatía total. Algunos incluso continuaron con sus carreras. La mayoría se hundió en el anonimato, avergonzados por haber conseguido el efecto contrario al que pretendían con su acción y decepcionados por un pueblo que no consideraba la diferencia como razón de estado.

FIN

Sergio Iglesias

El Portil, 12 de septiembre de 1997

adn.txt · Última modificación: 2023/03/04 09:02 (editor externo)

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