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¿Arde París?

En el verano de 1944, en medio de la ofensiva aliada sobre París encabezada por el general Leclerc, cuyas tropas (bastantes de ellas compuestas por antiguos combatientes republicanos españoles) ya comienzan a adentrarse por los arrabales de la Ciudad Luz, el general Dietrich Von Choltitz, comandante de las fuerzas alemanas en la capital francesa, recibe la siguiente orden del Estado Mayor del III Reich:

El Führer ha ordenado lo siguiente:
“La defensa de la cabeza de puente “París” militar y políticamente es de decisiva importancia. Su pérdida causaría la rotura de todo el frente costero situado al norte del Sena y nos privaría de una base esencial para el combate a distancia con Inglaterra.
Motivo aparte lo constituye el que, según enseña la Historia, la pérdida de París entraña siempre el derrumbamiento de toda Francia.
Por consiguiente, el Führer reitera su orden de defender París en el cinturón fortificado del norte de la plaza, y con tal fin destina nuevos refuerzos al jefe Oeste.
Dentro de la ciudad, se ha de atajar todo amago de revuelta con medidas tan radicales como la voladura de manzanas enteras, la ejecución pública de los cabecillas y el desalojamiento de los distritos comprometidos, pues ése es el mejor medio de impedir su propagación.
Los puentes del Sena han de estar a punto para la voladura. París no debe caer en manos del enemigo; en el peor de los casos, éste deberá conquistar tan sólo unas ruinas.”

Choltitz no se lo pensó dos veces antes de tomar una decisión. En primer lugar, le iba a costar bastante trabajo cumplir esa canallada de orden, ya que con las escasas y bisoñas fuerzas de que disponía, dificilmente iba a poder reducir a escombros toda una ciudad como París. En segundo lugar, el comandante sabía más que de sobra que al Imperio de los mil años le quedaban dos telediarios, teniendo en cuenta cómo se les echaban encima tanto los rusos por el este como los ingleses, norteamericanos, canadienses, australianos, polacos, noruegos, españoles y un largo etcétera por el oeste. El marrón de destruir París no iba a comérselo él, de ninguna de las maneras.

Choltitz descolgó el teléfono y pidió hablar con el general Hans Speidel, un viejo amigo al que la descabellada política militar de Hitler desagradaba tanto como a él mismo, especialmente a la vista de los nefastos resultados que estaba teniendo. La conversación que siguió la relata el mismo Choltitz en sus memorias:

“Hay que convertir París en una ruina: el general en jefe debe defenderla hasta el último hombre y, si es necesario, sucumbir bajo los escombros.”
Recuerdo muy bien el efecto que me produjo esa orden: sentí vergüenza. Tres o cuatro días antes, tal vez hubiera cabido aceptar el positivismo de semejante orden. Pero los acontecimientos habían rebasado largamente la situación que originó dicha orden. El adversario seguía avanzando arrolladoramente desde el Sur y dirigía sus vanguardias al este de París. Había forzado ya el paso por los puentes de Melun. Ya no había ejércitos a nuestra disposición, y ni siquiera divisiones. El 1er ejército se componía de restos de unidades diseminadas, cuyos ínfimos efectivos carecían de toda capacidad combativa. Yo mismo no tenía en París tropa alguna capaz de oponer a las divisiones blindadas del enemigo la resistencia exigida por la situación.
La orden era sólo un papel sin valor militar de ninguna clase. Pese a todo, una de sus frases rebosaba el odio y una total discrepancia con las normas tradicionales del combate: “Hay que convertir París en una ruina.” Apenas leí aquello me guardé la orden, y sólo di cuenta de su contenido a mi amigo el coronel Jay. Tras una larga reflexión telefoneé al jefe del Estado Mayor, el teniente general Spiedel, quien se hallaba a la sazón con el Grupo de Ejércitos, en las proximidades de Cambrai. Le conocía desde los días del este; siempre había ocupado cargos importantes que desempeñaba con gran acierto, tanto desde el punto de vista militar como desde el humano.
En esta ocasión tuvo lugar el siguiente diálogo:
-Muchas gracias por esa admirable orden.
-¿De qué orden habla mi general?
-De la orden sobre las ruinas. Le diré lo dispuesto hasta ahora: he hecho llevar tres toneladas de explosivos a Notre Dame, dos al panteón de los Inválidos y una a la Cámara de los Diputados. Ahora me dispongo a hacer volar el Arco del Triunfo para despejar el campo de tiro”. Escuché casi sin respirar las palabras que pronunciaba Spiedel al otro extremo de la línea. “¿Le parece bien, querido Spiedel?
Al oir esto, Spiedel titubeó: -Bueno mi general, yo…
-¡No lo niegue! ¡Usted mismo lo ha ordenado!
Indignación de Spiedel. -¡Eso no lo ordenamos nosotros, sino el Führer!
Entonces perdí los estribos y grité: -¡Permítame decirle que usted transmitió la orden, y por tanto asume una responsabilidad ante la Historia!
Sin darle tiempo para replicar, proseguí: -Voy a decirle lo que pienso hacer. Echaremos abajo la Madeleine y la Ópera…” Y dejando volar la imaginación añadí: “Haré saltar por los aires la torre Eiffel para formar con su chatarra una barrera delante de los puentes destruídos.
Mi interlocutor captó al fin el sentido irónico de mis palabras y comprendió que sólo me guiaba el deseo de hacerle ver la difícil situación de un subordinado ante semejantes órdenes. Y entonces Spiedel, competente general de Estado Mayor, exclamó con evidente alivio: -¡Ah, mi general! Me alegro de tenerle en París.

Ni qué decir tiene que finalmente París no fue destruida como le hubiera gustado al enano vengativo del bigotito, y tanto Choltitz como Spiedel fueron liberados por los aliados tras el final de la segunda guerra mundial. A la muerte de Dietrich von Choltitz, Francia le rindió honores enviando a su funeral a un grupo de altos oficiales del ejército francés, para honrar al hombre que pudo haber destruido París y, sin embargo, no lo hizo.

arde_paris.txt · Última modificación: 2023/04/29 19:46 (editor externo)

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