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Capítulo 11: Los parias
Por mucho ambiente navideño que quisieran darle, la planta de traumatología de un hospital siempre conservaría ese aura lúgubre, ese olor a antiséptico, a betadine y a dolor de hueso roto. Agustín Trevijano, antiguo inspector de la policía nacional ahora en excedencia forzosa y degradado a agente raso, caminaba despacio por el pasillo con un pequeño ramito de flores en la mano.
-Por favor, ¿la habitación seiscientos trece? -preguntó a una enfermera.
-La última del pasillo a la derecha.
-Gracias.
Siguió hasta el fondo del ala del hospital, y a la derecha, en efecto, estaba la seiscientos trece. La puerta estaba entreabierta, pero aun así golpeó levemente con los nudillos.
-¿Sí?
-¿Se puede?
-Pase. ¡Coño, inspector! ¿Usted por aquí?
Sebastián Abril estaba recostado en la cama aunque bastante incorporado, casi sentado, y tenía un voluminoso libro entre las piernas. Bueno, entre la pierna sana y la escayola de la otra, que le llegaba casi hasta la ingle.
-¿Cómo estás, Sebas?
-Pues ya lo ve: dos meses largos y tres operaciones llevo aquí. Creo que los médicos todavía no se explican cómo he podido salvar la pierna.
-¿Y Tere?
-Bien, escapó mejor. Parece ser que yo me llevé la peor parte del golpe, por suerte. Se ha ido a pasar unos meses al piso de sus padres en la playa. Creo que está un poco traumatizada a nivel psicológico. ¡Agustín, aquel tío del Toyota Land Cruiser nos echó de la carretera a mala leche!
-Sí, no me extrañaría en absoluto. Oye, perdona que tardara tanto tiempo en venir, pero he tenido que tomar precauciones. Cuando me llegó la sanción de arriba, pero de muy arriba, me hice el tonto, el triste. Me quedé en mi casa y no salía más que para hacer la compra y tirar la basura. Las primeras semanas tuve vigilancia: un coche negro, serán gilipollas los tíos, como si quisieran que supiera que estaban detrás de mí; como si yo no lo supiera desde antes de entrar por última vez en la comisaría para recibir el rapapolvo. Pero al final conseguí que se aburrieran, y cuando he estado seguro es cuando pude empezar a vigilar que no te estuvieran vigilando a ti también.
-Joder, pues conmigo lo tienen fácil…
-Sí, pero han estado controlando quién te visitaba, a quién llamabas… esas cosas. Y o tú eres un tío tan triste como yo o también te estabas oliendo algo.
-¡Coño, pues claro que me estaba oliendo algo! ¿A ti qué te parece? ¡Intentaron matarnos, joder!
-Tranquilo, no te alteres. Todavía puede haber gente espiándonos. Mira, sé que no nos conocemos mucho, y que las circunstancias tampoco han sido las más propicias, pero hemos sido testigos de algo, y sabemos más de la cuenta. Y me da en la nariz que, a pesar de estar ahí tumbado, tú no te has estado precisamente quieto.
-Pues claro, no me chupo el dedo, ¿sabes? Casi tenía el doctorado al alcance de la mano. ¿Cómo coño voy a defender ahora una tesis si ni siquiera me dejaron llevarme la documentación que recopilamos Tere y Yo. Se lo quedó todo el mierda ese del Carabestia. Nos subió al coche con lo puesto y ¡hala!, «tirad para Sevilla y no volváis».
-Es un animal el tal Félix, sí. Pero vamos a lo nuestro: ¿qué tienes?
-Como si te lo fuera a contar. Tú ibas a por lo mismo que nosotros, aunque nosotros íbamos por la ciencia y tú lo que querías era el dinero.
-Creo que a estas alturas eso es lo de menos: los dos nos hemos dado cuenta ya de que ese dinero tiene dueño, y que por la razón que sea quiere que el origen de ese dinero permanezca en secreto.
-Y lo va a estar, Agustín, porque yo no tengo ganas de que terminen la faena conmigo. Y menos con Tere.
-Pues esto no puede quedar así, Sebas. Joder, por lo menos cuéntame algo. Yo he hecho averiguaciones por mi parte, y podemos compartir la información.
-Bueno, pues…
Sebastián empezó a relatar sus semanas de investigaciones entre dolores y operaciones, tirando de su teléfono móvil y de los libros que su sobrino le sacaba con su carnet de la biblioteca de la facultad. Algunos amigos también hicieron parte del trabajo, aunque Sebas no quiso explicarles el objeto de la investigación histórica, sino sólo que les fotografiaran legajos del palacio arzobispal del Archivo de Indias y hasta algún cuadro del Museo de Bellas Artes. Como su accidente había provocado una gran conmoción en el mundo universitario, había un buen número de compañeros ansiosos por ayudar a un colega necesitado.
De estas investigaciones averiguó que durante unos meses en la primavera de 1492, alguien había estado moviendo una gran cantidad de oro, que había ido a parar a los banqueros cristianos de Sevilla, una casta de nuevo cuño que estaba sustituyendo a los hasta entonces omnipresentes cambistas judíos, que fueron expulsados de España aquel mismo verano. Se trababa de un número de transacciones poco común, y que no había vuelto a repetirse en los siglos siguientes, ni -que él supiera -se había dado en los siglos anteriores.
-¡Pues sí que sabes tú seguirle el rastro al dinero! Eres peor que Hacienda.
-Más quisiera -contestó Sebas. -pero no: el dinero tiene algo que lo hace único, Agustín, y es que corrompe a las personas. Convierte a la gente normal en bestias avariciosas. El que tiene dinero, al final, se ve impulsado a ostentar, a demostrar que lo tiene, a ponerse sobre los demás.
-Sí, en eso no hemos cambiado, no…
Sebas continuó su relato. En aquellos años, una casa noble había despuntado; había aparecido de la nada, como si se tratara de la explosión de una supernova: la casa de Malva. No habían obtenido su condición de nobles por hechos de armas, y que se supiera, ninguno de los Malva había sido militar en toda la historia, pero gozaban de una influencia, de un poder, que sólo podía dar el dinero.
-Esa gente se ha dedicado a sobornar a todo Dios desde que los Reyes Católicos echaron a los judíos, Agustín. -Aseguró Sebas -Y el tipo que fundó la casa de Malva, es que no te lo vas a creer: era de Casteleño, del pueblo de al lado de Trujillos. ¡SON ELLOS, SON LOS MALVA, LOS DUEÑOS DEL TESORO!
-Pero si el duque de Malva es un crápula, un soltero cuarentón que sólo sirve para cerrar bares y fardar de coches en la tele…
-Pues mira lo que te digo: todos los duques de Malva, desde el primero hasta el de ahora, han aparentado esa misma vida disoluta, de lujo, ostentación y lo que antes se llamaba «pecado» y ahora llaman promiscuidad. Siempre rodeados de sus cinco guardaespaldas. Siempre cinco. Incluso durante un tiempo se hacían llamar «La guardia de Malva». Mira, mira este cuadro que hice fotografiar en detalle en el Museo de Bellas Artes: Aquí tienes al octavo duque de Malva a mediados del siglo XVIII rodeado de su guardia. ¿No te parece raro que un tipo se haga retratar con sus cinco machacas en lugar de retratarse con su familia, con lo que costaba una buena pintura al óleo? Mira lo que pone en el libro que tiene el duque el la mano. -Sebas le acercó el teléfono al ex-inspector Trevijano.
-¿Dónde, joder?, ahí no se ve nada.
-Y es verdad. Lo hicieron a propósito, y si bajas este cuadro de internet, tampoco podrás verlo. Por eso pedí a mi sobrino que se pasara por el museo, y que disimuladamente, fotografiara ese cuadro con la reflex de treinta megapíxeles y el objetivo macrozoom. Me lo mandó todo por Telegram y me he pasado días examinando esa pintura de arriba a abajo. Mira el zoom del libro.
Y allí, en pequeñas y cuidadas letras, diminutas letras, había sólo dos palabras: «La Hermandad».
-Bueno, ¿y qué?
-¿Bueno y qué? Pues te cuento, porque ya total, como alguien nos esté oyendo vamos a ir los dos al hoyo a toda velocidad. La Hermandad es una sociedad secreta, posiblemente la sociedad más secreta que haya existido en España. He ido cotejando caras, nombres, fechas… me he dejado la vista con esto, aunque claro, no tenía otra cosa que hacer, la verdad. La Hermandad ha sido la cabeza de otras sociedades secretas, grupos criminales y mafias de todo tipo. ¿Sabes La Garduña? Pues en su tiempo la dirigía uno de estos tipos de La Hermandad. ¿La mano negra? Ellos también.
-¡Pero si La Mano Negra eran anarquistas…!
-Agentes del caos, Agustín. Han estado detrás de todas las movidas chungas que le han pasado a este país durante cinco siglos, aunque es verdad que esto es sólo la parte más sucia, la de quitar de en medio al que no les conviene, la que apesta más, pero se han encargado de sobornar a todo el que les ha convenido para llevar a cabo sus propósitos, que por regla general han consistido en ganar aún más dinero. Creo que ahora tienen a gente comprada en algunos bancos, pero como sociedad secreta han tenido tiempos mejores. Me temo que el capitalismo les ha echado la pierna por encima en avaricia e influencia. Desde hace algún tiempo llevan vidas bastante anodinas, normalitas, y se dedican a proteger sus inversiones sin hacer ruido.
-¿Y todo esto lo has deducido porque un tipo movió oro en 1492?
-¿Qué pasa, no te lo crees?
-No, sí que me lo creo. En este país la realidad siempre va muy por delante de la fantasía.
-Ea, pues ahora tu parte.
Agustín Trevijano empezó a contar su periplo de los últimos dos meses. Cuando se vio con libertad para salir de su casa hizo unas cuantas excursiones de incógnito, algunas de las cuales le llevaron de nuevo a Trujillos, pero esta vez a hacer seguimientos a algunos personajes que le resultaban sospechosos: la alcaldesa, sus concejales, y sobre todo el jefe de policía, aquel mamón de dos metros con cara de animal de bellota.
Y en uno de estos seguimientos a Félix Camaredo fue como terminó asistiendo, camuflado entre la penumbra de los reservados de un conocido bar de copas sevillano, a un extraño encuentro entre el Carabestia y un personaje de la vida social sevillana de lo más peculiar: el duque de Malva.
-Y no me preguntes de qué coño hablaron, porque no lo sé, pero esos dos se vieron en el pub «Popurrí» hace menos de tres semanas.
-Joder…
-Pero eso no es lo más curioso, porque luego me fui a buscar al cura de Trujillos.
-Se fue.
-Lo mandaron lejos, al quinto coño. Doblaron el mapa de España y lo enviaron al otro extremo. Ahora da misa en un pueblecito de Cantabria de veinte habitantes, y se dedica a la jardinería, porque allí no llega ni la televisión. Tuve que averiguarlo por vías… indirectas, porque no podía presentarme en el arzobispado a preguntar, pero uno tiene sus contactos todavía.
-Vale, está en Cantabria, ¿y qué?
-Pues que cogí mi coche y me largué para allá. Trece horas tardé en llegar, me cago en todo, pero allí estaba. Casi le da un infarto al verme, lo cual confirmó mi sospecha de que al curita le habían quitado de en medio por algún motivo, así que le apreté las clavijas.
-Agustín…
-¡No le hice nada, joder! Bueno, casi nada, porque cuando le agarré la mano para romperle el primer dedo se echó a llorar y cantó como esos monjes que hacen el canto ese…
-Gregoriano.
-Eso, gregoriano. Pues cantó. El curita estaba allí puesto por el duque de Malva, era una especie de protegido suyo, y lo seguía siendo, más o menos. No te lo vas a creer, Sebas: el curita fue el que voló la iglesia.
-¡No me jodas!
-Como te lo cuento. Al parecer tenían el templo minado con explosivos de demolición para el caso de que alguien fuera a descubrir el secreto del tesoro, porque, no te lo pierdas: bajo la iglesia, donde en su día estuvo enterrado el tesoro (y puede que aún lo esté en gran parte), se encuentra la sala secreta de La Hermandad, su sanctasanctórum, el sitio donde llevan reuniéndose cinco puñeteros siglos.
-Bueno, ¿y ahora qué?
-Ahora me las van a pagar todas juntas, que los muy cabrones han hecho que me quiten hasta los bienios de antigüedad en el cuerpo de policía.
Hasta las sociedades más secretas, los clubes más selectos, los parlamentos más renombrados, tienen un servicio de limpieza. Es necesario, porque pocos miembros de estas sociedades están dispuestos a barrer el suelo, quitar el polvo o limpiar las lámparas, y a nadie le gusta sentarse en un sillón lleno de telarañas. En el caso de La Hermandad, esta labor, discreta y eficiente, la llevaba a cabo el matrimonio que habitaba la casa desde donde se accedía a la «gran sala del consejo», como la llamaban sus miembros. Estos se reunían casi siempre de noche, a altas horas de la madrugada, sin avisar. No tenían por qué avisar: la familia de guardeses estaba allí para dar apariencia de normalidad (incluso de vulgaridad) y para hacer la vista gorda. Sólo en contadísimas ocasiones habían visto a algún miembro de La Hermandad, y a quien más trataban era a Don Félix, al que saludaban ocasionalmente por la calle al cruzarse.
Así que Pedro Tomillo y su esposa Aguasantas Álvarez, vecinos y residentes en Trujillos de toda la vida, pagaban con este trabajo breve, ocasional, el privilegio de vivir gratuitamente en aquella casa y de disfrutar de seguridad económica en forma de ingreso mensual en su cuenta del banco, que les permitía vivir sin estrecheces, aunque sin excentricidades.
Aquella mañana, como tantas otras, Aguasantas bajó la escalera y rápidamente se dio cuenta de que «los hermanos» habían tenido reunión. Lo sabía porque ella mantenía siempre el suelo de la entradita impoluto, brillante como un espejo, y cualquier huella resaltaba como un lamparón de tomate en una camisa blanca.
-Pedro, baja, que tenemos que limpiar.
Pedro bajó medio adormilado, de mala gana, aunque mentalizado de que ese era precisamente su deber, prácticamente su objetivo en la vida: mantener en buen estado de limpieza la sala de La Hermandad y guardar su anonimato. Aguasantas pulsó el disimulado botón que daba acceso a la vieja escalera de piedra y ambos recorrieron la larga galería que llevaba al subsuelo de lo que en su día fuera la iglesia, donde volvieron a pulsar otro botón que abrió la puerta de la gran sala.
Lo que vieron les dejó petrificados: a unos dos metros de la puerta se encontraba el cadáver de un desconocido con una extraña espada incrustada en el esternón. Había una escopeta de corredera en el suelo, y alrededor de la mesa de piedra de la sala yacían los miembros de La Hermandad en las más macabras posturas entre grandes charcos de sangre.
-Esto… esto… -dijo Aguasantas -Esto va a costar limpiarlo, Pedro.
-Me cago en todo… Éste de aquí es el Señor Duque. Madre mía…
-¿Y ahora que hacemos?
-Pues lo que hemos venido a hacer: limpiar, que para eso nos pagan.
-¿Y los cuerpos?
-En la cámara del tesoro. De esto no se tiene que enterar nadie, Agüi. Como esto salga de aquí estamos muertos, tú y yo. Vendrá alguien y nos dará pasaporte, seguro.
De pronto se oyó un leve gemido. El jefe de la policía local de Trujillos, tumbado en el suelo, levantó el brazo, y un casi inaudible «¡auxilio!» salió de sus labios.
Pedro Tomillo no se lo pensó dos veces: cogió del suelo la escopeta, apuntó a Félix Camaredo, alias «El Carabestia» y disparó el último cartucho que contenía sobre él, destrozándole la cabeza.
-Aguasantas no daba crédito a lo que acababa de ver, sobre todo viniendo de Pedro, que era un pedazo de pan incapaz de matar a una mosca.
-¿Pero qué has hecho?
-Protegernos, Agüi. Aquí están muertos los seis tipos que conocen la ubicación del tesoro secreto de los Malva. Y lo que vamos a hacer es meter a toda esta gente en la cámara del oro, sacar lo que vayamos a necesitar en los próximos años, limpiarlo todo muy bien y tapiar la entrada a la escalera desde casa. Luego desmontaremos los sistemas secretos de apertura de la puerta de la calle, y aquí paz y después gloria.
-Pero en la cámara esa… ¿y el tesoro?
-El tesoro que se quede donde está. Ahí hay el equivalente a mil euromillones con bote por lo menos. ¿Dónde íbamos a ir, qué íbamos a hacer con todo ese dinero? ¿Quieres que nos volvamos locos, como estos idiotas, o quieres seguir siendo una persona normal? El dinero es muy mala cosa, Agüi: convierte a la gente normal en bestias avariciosas sedientas de poder.
-Pues también tienes razón.
Y dicho esto, se dieron la mano y volvieron a su casa por la escalera secreta para desayunar.
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