Uno
Nadie recordaba ya cuándo ni por qué cayeron las bombas. Ninguno de los vivos existía cuando pasó aquello, y de entre los muertos, pocos pudieron o quisieron dejar escrita la historia de aquellos sucesos. Los que vivieron aquel día le llamaron «El fin del mundo», y efectivamente, fue el final de un mundo, de una forma de vida y de una civilización que jamás volvería. Pero también fue el principio de un nuevo mundo, donde los supervivientes de la catástrofe, al principio con mucho sufrimiento y luego adaptándose poco a poco a las nuevas circunstancias, consiguieron arrancar de las cenizas de la destrucción una nueva forma de vivir.
Casi todo lo que se sabía de aquella época procedía de la tradición oral, transmitida de padres a hijos en historias personales que con el tiempo se fueron convirtiendo en leyendas. Acurrucados junto al fuego en las largas noches del invierno, los niños escuchaban aquellos relatos con fascinación, mientras los viejos contaban de nuevo cómo fueron aquellos primeros años tras las bombas, cómo los antiguos sobrevivieron al duro invierno de diez años que casi acabó con las plantas, cómo sobrevivieron a la radiación que mataba a muchos niños incuso antes de haber nacido, cómo se enfrentaron a las bandas armadas que surgieron a partir de todo aquel caos para formar los primeros «nuevos pueblos»…
Y como testigos mudos de aquellas historias todavía se encontraban los esqueletos de las antiguas ciudades de los hombres, abandonadas, tomadas por la maleza y los animales salvajes que anidaban entre los grandes edificios donde pocos valientes se atrevían a adentrarse. Las ciudades que la gente prefería contemplar desde lejos, atemorizados por los desconocidos terrores que éstas albergaban, aunque también intrigados por las riquezas y extraños artefactos que todavía guardaban en su interior. Se contaba que incluso después del «Fin del mundo», muchos aparatos de todo tipo todavía seguían funcionando: vehículos que podían moverse solos, sin necesidad de ser tirados por caballos, curiosos aparatos que los antiguos utilizaban para todo tipo de tareas, como lavar la ropa o hacer la comida, y había quien aseguraba que los gigantescos cilindros con alas desperdigados en algunos campos sirvieron una vez para llevar personas volando por el aire.