Yo le di un cigarrito a Silvio
Acostumbraba yo a principios de los años noventa a frecuentar las calles del sevillano barrio de Los Remedios bien entrada la madrugada. Entre cubata y cubata, y entre canuto y canuto, mis colegas y yo desgranábamos una juventud que se nos escapaba entre los dedos en forma de empleos, novias y servicios militares. La madurez estaba a la vuelta de la esquina, a lo mejor por eso apurábamos los que serían nuestros últimos grandes desfases con la ansiedad del que sabe que el chollo de ser joven se le está acabando. El signo más preocupante de nuestra decadencia estaba precisamente en nuestros bolsillos: mientras más dinero teníamos, más esclavos éramos de nuestras nuevas obligaciones. Ningún gin tonic, por muy cargado que nos lo sirvieran, conseguía hacernos olvidar que el final de la travesía estaba a la vuelta de la esquina.
Pero no; el que estaba a la vuelta de la esquina aquella madrugada, pasadas ya las cuatro de la mañana, era Silvio. Sentado en un poyete y con una tajá como un mulo le daba los últimos sorbos a un bebedizo en vaso de tubo que sostenía en una mano, al tiempo que quemaba la última calada de un cigarrillo en la otra. A aquellas horas sólo quedábamos en la calle nosotros, el bueno de Silvio y los operarios de la limpieza que se afanaban en regar la calle para quitar la mierda provocada por la movida de esa noche.
–Iyo, ¿tiene un sigarrito?– Me suelta el tío cuando paso por su lado.
No me había dado cuenta de quién era hasta que lo miré de cerca. Silvio sabía mejor que nadie cómo disfrazarse de borracho callejero para que nadie le reconociera; sin embargo, allí estaba yo, delante de la leyenda viva -bueno, en realidad medio muerta- del rock andaluz que me pedía un cigarrito como el más humilde de los mortales. Tenía fresca entonces en la memoria -y aún la tengo- la ocasión en que fuimos a ver a Silvio a un concierto en la Puebla de los Infantes (que está un rato lejos), para encontrarnos allí con que Silvio venía borracho hasta el punto de que le resultaba imposible cantar. El problema fue que en las dos horas que tardó en recuperar un poco la compostura los que estábamos borrachos éramos nosotros. No se puede decir que aquel concierto fuera un desastre, a pesar de que el batería tuvo que cantar parte de las canciones por la «ligera indisposición» de Silvio. Simplemente era lo que cabía esperarse de él. En lugar de ponernos a abuchear por el retraso del artista nosotros decidimos esperarle apalancados en la barra del bar, con los resultados que eran de prever. Ahora ese mismo Silvio estaba delante de mí, con los ojos entrecerrados y aquél vaso de tubo en la mano que seguramente una vez tuvo unos hielos dentro, pero que ahora contenía una mezcla indefinida de alcohol y agua.
–Ahro Sirvio, toma…– Le contesté mientras le extendía el paquete de tabaco.
Silvio cogió el cigarrito y balbuceó lo que podrían haber sido unas gracias o una crítica por la marca del tabaco; unas palabras incomprensibles para nadie que no compartiera el estado de embriaguez de ese genio urbano que era Silvio. Cuando me di la vuelta y seguí mi camino no sabía que era la última vez que le veía. Poco después de aquello se terminaron para mí los días de salir de cachondeo por Sevilla, y me fui a Cataluña a ganarme las habichuelas. Silvio se murió años más tarde de la misma enfermedad que le había permitido ser quien fue.
Creo que la importancia de una persona puede medirse por la gente que asiste a su entierro. Seguramente cuando yo me muera vendrá a despedirme mi familia, lo cual significará que fui importante para ellos -cosa con la que me conformo-. Al entierro de Silvio fueron un buen número de amigos, pero también la flor y nata del rock y el pop de toda España, desde Kiko Veneno hasta Raimundo Amador o Luz Casal. Todos ellos acudían a rendir tributo al maestro sevillano del Rock. Cuando se murió Silvio murió también el padre de los rockeros andaluces. Cuando empecé a fraguar esta entrada, debía hablar sobre el rock andaluz, pero después de acordarme de esta anécdota creo que ya hablaremos otro día los que mamaron el arte que destilaba este monstruo que fue Silvio Fernández Melgarejo.