El oro de Escipión (Índice)

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Capítulo 9: El secreto

Primeros de abril, año del Señor de 1492. Las tropas de los Reyes Católicos acaban de librar una feroz guerra a las puertas de Granada. Decenas de miles de los mejores hombres de armas, la práctica totalidad de la nobleza castellana y buena parte de los recursos del reino están, digamos, distraídos en el arte de la guerra, mientras los campos andaluces languidecen por la falta de braceros, diezmados por las levas, las pestes y el hambre.

Diego de Casteleño, más conocido en la comarca como «El Malvas» o «El Caramuerto» debido a la lividez de su piel y a lo anguloso de sus rasgos, personaje enjuto curtido por el sol y por la falta de alimento, cavaba surcos en lo alto de la colina que dominaba las cuatro miserables chozas que conformaban la villa de Trujillos. Su intención, hacer de aquel terreno baldío un sembrado con el que alimentar a su siempre creciente y hambrienta familia.

Diego, hombre pobre aunque culto, procedente de una antigua hidalguía venida a menos, pero a muchísimo menos, hijo menor del hijo menor de un hijo de alguien que un día tuviera títulos y tierras, sólo tenía como magra herencia su propio apellido y un puñado de viejos libros con los que, de pequeño, su padre le enseñó a leer y escribir, antes de que los monjes benedictinos de Sevilla completaran su educación. Su padre tenía la esperanza de poder colocar a su hijo como escribiente o incluso como funcionario, pero corrían malos tiempos para la economía en un país donde todo eran guerras, y donde sólo había dinero para soldados, fortificaciones y armas. La guerra de Granada había durado casi diez largos años, y antes de eso, las razias de los moros y el saqueo de las bandas de ladrones esquilmaban constantemente un campo donde no existía ni la paz ni la ley.

Así que Diego, escardillo en mano, abría con paciencia y tesón un surco donde sembrar algo con lo que dar de comer a los suyos, aunque para ello tuviera que esperar varios meses, confiar en que las lluvias fueran propicias, en que llegara a encontrar agua con la que regar aunque tuviera que acarrearla desde lejos y, sobre todo, rezar para que ningún malnacido, vecino o no, le estropeara el cultivo o se lo robara antes de poder cosecharlo.

Y por eso, cuando al enésimo golpe del azadón, apareció aquella brillante moneda en la tierra, Diego no daba crédito a lo que estaba viendo. Cogió la moneda entre sus manos y la observó, la sopesó, incluso la mordisqueó, dejando sobre el metal la impronta de sus dientes, lo que terminó de confirmarle que aquello no era engañoso y barato cobre, sino precioso y valiosísimo oro. Aquella moneda tenía por sí sola más valor que todo el pueblo de Trujillos que se extendía a los pies de aquella mísera colina, incluyendo sus viviendas, sus enseres, animales y habitantes, y por supuesto, tenía más valor que su propia vida y la de su familia. Miró a un lado y otro, no vio a nadie, y guardó la moneda entre sus ropas.


En las semanas siguientes, Diego de Casteleño recorrió una multitud de pueblos en los alrededores de Sevilla, visitando los comercios de los cambistas judíos de la comarca donde fue poco a poco cambiando pequeños trocitos de aquella dorada moneda por buenos maravedíes de curso legal. Los cambistas judíos estaban encantados con aquel oro tan puro, que compraron a un precio muy favorable para Diego, ahora que las leyes de sus católicas majestades se les estaban volviendo en contra tan rápidamente que ni siquiera podían reaccionar al acoso al que les sometía la corona y la nobleza. Pronto se hizo con un respetable capital con el que acudió a un banco sevillano propiedad de cristianos. Luego compró toda la colina de Trujillos a su propietario, un villano de la zona que también estuvo encantado de librarse de aquel secarral improductivo. Con lo que había sacado por la moneda podría fácilmente haber comprado todo Trujillos, pero no quería llamar demasiado la atención y, de todas formas, ¿por qué iba a querer ser propietario de aquella villa miserable repleta de hambrientos?

Tal como esperaba, a medida que fue ahondando en la tierra de la colina fueron apareciendo más y más monedas, todas con la extraña figura de un personaje con dos caras. Diego fue triturando con paciencia las monedas, y siguió recorriendo la comarca cambiando los diminutos trocitos de oro por bolsas y bolsas repletas de monedas que fue poniendo a buen recaudo. Antes de empezar el mes de mayo Diego era uno de los personajes más acaudalados de Andalucía, pero al mismo tiempo había tenido el mayor de los cuidados en mantener el anonimato, incluso entre los mismos banqueros que custodiaban su fortuna.

Y entonces pasó algo que nunca hubiera esperado.


Los Reyes Fernando e Isabel, por la gracia de Dios, Reyes de Castilla, León, Aragón y otros dominios de la corona, al príncipe Juan, los duques, marqueses, condes, órdenes religiosas y sus Maestres, señores de los Castillos, caballeros y a todos los judíos hombres y mujeres de cualquier edad y a quienquiera esta carta le concierna, salud y gracia para él.

(…)

Nosotros ordenamos además en este edicto que los Judíos y Judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de Julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún Judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes.

Y hemos ordenado que ninguna persona en nuestro reinado sin importar su estado social incluyendo nobles que escondan o guarden o defiendan a un Judío o Judía ya sea públicamente o secretamente desde fines de Julio y meses subsiguientes en sus hogares o en otro sitio en nuestra región con riesgos de perder como castigo todos sus feudos y fortificaciones, privilegios y bienes hereditarios.

Hágase que los Judíos puedan deshacerse de sus hogares y todas sus pertenencias en el plazo estipulado por lo tanto nosotros proveemos nuestro compromiso de la protección y la seguridad de modo que al final del mes de Julio ellos puedan vender e intercambiar sus propiedades y muebles y cualquier otro artículo y disponer de ellos libremente a su criterio que durante este plazo nadie debe hacerles ningún daño, herirlos o injusticias a estas personas o a sus bienes lo cual sería injustificado y el que transgrediese esto incurrirá en el castigo los que violen nuestra seguridad Real.

Damos y otorgamos permiso a los anteriormente referidos Judíos y Judías a llevar consigo fuera de nuestras regiones sus bienes y pertenencias por mar o por tierra exceptuando oro y plata, o moneda acuñada u otro articulo prohibido por las leyes del reinado.

Firmado Yo, el Rey, Yo la Reina, y Juan de la Colonia secretario del Rey y la Reina quien lo ha escrito por orden de sus Majestades.


-Mi querido Diego, ya ves en qué situación nos encontramos: todo ese oro que te compramos hace tan solo un mes, ahora no podemos llevárnoslo con nosotros, cuando precisamente esperábamos que fuera nuestra tabla de salvación. Este edicto de los reyes es una condena a muerte para mi pueblo.

-Te entiendo, Moshe.

-Ya sabes que hemos sido la discreción encarnada, que nadie ha sabido por nosotros de tu repentina fortuna, pero ahora necesitamos que nos eches una mano, aunque eso suponga una nueva pérdida para nosotros.

-Lo sé perfectamente, y me conoces, Moshe: soy hombre de honor y no voy a dejaros en la estacada, sin embargo, no te falta razón: los riesgos son muchos. No podéis ir moviendo oro en estos tiempos por Castilla, y no podéis sacar ni oro ni plata ni moneda del reino. Pero yo sí puedo, y lo haré. Me entregaréis todo el oro que os vendí, y tendréis que confiar en mí para que os haga el pago en maravedíes en la costa africana. Saldréis con lo puesto, y luego podréis recuperar al menos parte de vuestro dinero al cruzar el Estrecho. Acordaremos un pago justo y quedaremos en paz.

-Que Dios te bendiga, Diego, eres un hombre jus…

-Pero quiero algo a cambio; algo que no tiene que ver con el dinero.

-¡Lo que sea, lo que sea!

-Espera un poco antes de conocer esta condición, porque lo mismo no te gusta: Quiero que algunos de los tuyos se queden, que se conviertan al cristianismo y que trabajen para mí.

-Pero yo no puedo pedir a los míos…

-Si les preguntas, estoy seguro de que habrá quien prefiera quedarse a tener que hacer un viaje de final incierto. Yo les protegeré, estarán fuera de la vista de la Santa Inquisición. Quiero hombres jóvenes y solteros, fuertes y leales. La verdad, y aunque me esté feo el decirlo, no me fío de los cristianos. Sois los judíos los que tenéis mala fama, pero estos destriparían a sus madres con tal de sacarles dinero, y como sabes, soy un hombre que, de repente, tiene un montón, una montaña de dinero. Voy a hacerme con una guardia pretoriana, como los antiguos emperadores paganos, y quiero que todo esto se lleve en el más absoluto de los secretos. Voy a ser el hombre más rico y poderoso de toda Castilla, y no quiero que me maten antes de conseguirlo.


Pocos meses más tarde, los judíos se habían ido para siempre, y sobre la cima de la colina de Trujillos se levantó la primera ermita, que Diego de Casteleño pagó íntegramente de su abultado bolsillo. En pocos años, Diego obtuvo -o mejor dicho, compró -un título nobiliario de nuevo cuño a unos reyes desesperada-mente necesitados de dinero, y se convirtió en el primero de los duques de Malva, en honor al apodo que había arrastrado toda su vida. Mientras tanto, dentro de la ermita de Trujillos, y fuera de la vista de todo el mundo, Diego y su guardia de conversos excavaron la colina hasta encontrar los viejos huesos del centurión Decio Elio Poseo, bajo el cual hallaron los tres grandes cofres que contenían el formidable tesoro de Publio Cornelio Escipión El Africano.


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