Herramientas de usuario

Herramientas del sitio


la_hermandad

El oro de Escipión (Índice)

Anterior: Capítulo 9: El secreto

Siguiente: Capítulo 11: Los parias


Capítulo 10: La Hermandad

A las tres de la mañana, y salvo contadas excepciones y fiestas de guardar, Trujillos era un pueblo fantasma por cuyas calles no pasaban ni los gatos. Durante el verano, cuando muchos de los emigrados a otras regiones del país volvían para pasar las vacaciones con sus familias y las noches eran el único momento del día en el que medio se podía respirar, sí era corriente ver a algún grupo de chavales armando jaleo, a las comadres sentadas en sus sillas de enea a las puertas de sus casas hasta altas horas o a la gente alargando la cena en sus patios disfrutando del frescor nocturno que con la llegada del día se convertía en calor insufrible.

Pero aquella noche de abril, recién concluida una de las semanas santas más tristes que la villa de Trujillos había vivido en décadas, el pueblo se encontraba sumido en un silencio sepulcral, sólo roto por el sonido del motor del coche patrulla de la policía local haciendo su ronda.

Despacio, el coche recorrió las calles aledañas a lo que antaño fuera la iglesia parroquial, ahora convertida en un solar vallado, una vez despejados los escombros. Lejos quedaban aquellos aciagos días del otoño pasado, cuando radio, televisión, vecinos y forasteros curiosos llenaron aquellas calles para ser testigos de primera mano de uno de los más extraños sucesos ocurridos en la provincia de Sevilla y puede que en toda Andalucía. Todavía resonaban por las redes todo tipo de teorías conspirativas sobre el derrumbe de la iglesia, que algunos atribuían al terrorismo islamista, otros a los anarquistas y no faltaba quien culpara del suceso a los alienígenas. Cierto presentador de un programa sobre actividades paranormales incluso grabó uno de sus programas en el pueblo, entrevistando a los vecinos más peculiares que pudo encontrar, lo que acabó convirtiéndose en uno de los shows más lamentables de la televisión en los últimos años, y mira que el listón ya estaba bajo.

Félix Camaredo, apodado «El Carabestia», jefe de la policía local de Trujillos, aparcó el vehículo en una de las calles aledañas al solar, paró el motor y salió del coche. Miró a un lado y a otro, pero no había un alma en la calle. Se dirigió con sigilo hasta la puerta de una casa cercana, una casa cualquiera; una casa que jamás hubiera llamado la atención de nadie, donde todo el pueblo sabía que vivía una conocida familia del pueblo de toda la vida. Félix pulsó un botón muy bien camuflado en la entrada y la puerta se abrió sin hacer ruido alguno.

Aquella familia tan conocida del pueblo dormía en sus habitaciones de la planta superior, pero ni habían oído abrirse la puerta ni jamás hubieran bajado en caso de haberla oído. Félix entró, cerró la puerta detrás de él y se dirigió hacia el fondo de un pasillo de la planta baja. Allí pulsó otro botón, otra puerta se abrió silenciosamente, cruzó y la cerró tras de sí. Bajó un largo tramo de escaleras de piedra, antigua, mucho más antigua que aquella casa construida a mediados del siglo XX, y luego recorrió una galería de ladrillo antiguo abovedada de unos cien metros de longitud iluminada tenuemente por viejas bombillas incandescentes. Al final de la galería pulsó un tercer botón, se abrió una tercera puerta y ésta se cerró al cruzar el umbral.

Félix se encontró en una amplia sala, grande como la nave de un templo, con paredes de mampostería y cuyo techo consistía en una única y enorme bóveda de hormigón, imitación en forma, aunque no en tamaño, de aquella que en Roma cobijaba el Panteón donde descansaban entre filas interminables de turistas Rafael o Victor Manuel II.

-¡Coño, Félix, sí que has tardado!

-Déjate de hostias, señor Duque, que llevo una noche de perros.


Sentados en antiguos y ostentosos sillones alrededor de una imponente mesa de piedra que presidía el centro de la sala se encontraban reunidos todos los miembros que conformaban una sociedad secreta centenaria que tenía por único nombre «La Hermandad». Presidida, por supuesto, por el Señor Duque de Malva, contaba con tan solo seis miembros que habían ido heredando sucesivamente su puesto dentro de La Hermandad de padres a hijos, si bien durante el último siglo se habían empezado a incorporar mujeres al reducido y selecto grupo y estas constituían un sector aún minoritario pero no por ello menos importante.

-Bueno, empecemos antes de que se nos haga de día -dijo Don Cayetano Jiménez de Orujo. -Ya hacía tiempo que no nos reuníamos oficialmente, y me pareció buena idea hacerlo porque hay cuestiones importantes que debatir, y es mejor debatirlas aquí y no en el bar. Entiendo lo intempestivo de la hora y espero que me disculpéis por ello. Pasemos entonces al orden del día. Felix, por favor…

-Sí, Señor Duque, dijo Félix Camaredo. Como primer punto, «control de daños», asunto que se encargó a Sebas… A Sebastián Castro.

Sebastián Castro tomó entonces la palabra. Era un tipo bajo y grueso, de calvicie incipiente. En su vida pública era ni más ni menos que el hermano mayor de la cofradía de la santa patrona del pueblo, actualmente sin imágenes titulares, ya que estas habían quedado reducidas a astillas en el derrumbe del pueblo, para consternación de beatas y capillitas.

-Bien, tenemos controlado el tema de la reconstrucción del templo. El arzobispado de Sevilla no dio crédito en su momento a las cédulas de propiedad del edificio y los terrenos colindantes, que por supuesto pertenecen al Señor Duque y que ellos creían tener inmatriculados desde hace años. En fin, me reuní con el arzobispo y le aplaqué un poco para que no sacara los pies del tiesto. Le recordé que el palacio arzobispal también es propiedad del Señor Duque y que si se ponía chulo se lo reclamaríamos también. Además, vamos a pagar la reconstrucción del templo y le he prometido que levantaremos un templo barroco aún más bonito que el anterior, y no uno de esos mamotretos modernos que se llevan ahora.

Los asistentes asintieron satisfechos. Todos menos el Señor Duque eran vecinos de Trujillos, y nadie quería ver una horterada moderna presidiendo la colina.

-Por otra parte, -continuó Sebastián Castro, -le hemos parados los pies al policía, que ha llevado una severa amonestación de sus superiores. Esto ha sido fácil y barato, pero eso sí, ahora le debemos una al ministro del Interior, y me da que querrá cobrársela más temprano que tarde. (Murmullos en la sala) Los arqueólogos, por su parte pusieron muchas más pegas: conocían demasiado de todo el asunto, aunque por supuesto no se acercaron a la verdad. Ha sido una verdadera lástima que sufrieran ese accidente al volver en coche a Sevilla, pero por otra parte, eso ayudó mucho a que el policía comprendiera que esto era más grande de lo que él podía abarcar.

-Eso estuvo totalmente fuera de lugar, Sebas. -replicó indignada Pilar Cantoneda, una de las últimas incorporaciones de La Hermandad.

-Eso hubiera estado totalmente fuera de lugar si esos chicos no supieran de la existencia misma de esta cámara donde nos encontramos, de la existencia del tesoro y de una parte bastante importante de nuestra historia. De haberlos dejado a su aire lo hubieran terminado sabiendo todo, y no podíamos consentirlo.

-Pero el accidente…

-¡Bah! Ni siquiera nos los hemos cargado, Pili; sólo les hemos dado algo en qué pensar para que no anden metiendo las narices.

-Bueno, vamos a lo que nos importa. -Cortó el Señor Duque. ¿El curita?

-El curita ha sido trasladado a Cantabria, a un pueblo cerca de los picos de Europa, como parte del acuerdo con el arzobispado. Además, ha sido advertido verbalmente de lo inconveniente que sería para él revelar cualquier aspecto de su relación con el Señor Duque o de cualquier cosa relacionada con el derrumbe de la iglesia.

-¿La alcaldesa?

-Con la alcaldesa no habrá problemas. De hecho, quiere levantarle a usted una estatua en el centro del pueblo como gran benefactor, por poner el dinero para la nueva iglesia de una forma tan generosa. Además, entre Félix y yo hemos conseguido convencerla de que toso el cuento ese del tesoro no era más que un camelo.

-Pues ya sólo falta subsanar el asunto de los túneles excavados por el grupito del policía. -Dijo Don Cayetano.

-Los túneles, -empezó el quinto miembro de La Hermandad, Sixto Martínez, dueño del taller de coches, concejal de la oposición y habitualmente encargado de la seguridad de la sede de la centenaria sociedad secreta -están siendo cubiertos de tierra despacito y sin hacer ruido por Manolo y el Juli. Esos, por suerte, no se enteran nunca de nada. ¡Por cierto! Que entre unas cosas y otras casi se me olvida: aquí tenemos la famosa espada de Escipión, encontrada en el miserable sótano de la madre de Manolo, gentilmente donada por el inspector Agustín Trevijano y espero que la última pista que pueda conducir hasta nosotros, ahora que las jodidas moneditas de los arqueólogos están a buen recaudo en los sótanos del Museo Arqueológico. -Y diciendo esto puso sobre la mesa, delante del Duque de Malva, la flamante espada de Escipión, bastante bien conservada para los veintidós siglos que tenía encima.

-Bien, pues entonces pasemos al segundo punto: la construcción del nuevo tem…

Nadie reparó en que en la penumbra de las paredes de la sala la puerta de entrada se había abierto de nuevo. Tan silenciosa como la diseñaron y construyeron, nadie pudo oírla abrirse, como tampoco la oyeron cerrarse.

-Así que aquí es donde os reunís a conspirar, ¿eh, cabrones? Pues hoy se os ha acabado el rollo.

Los seis asistentes a la reunión se quedaron petrificados, sentados en sus venerables sillones. Ni siquiera llegaron a ver la cara que había detrás del cañón enorme de la escopeta con la que el desconocido les empezó a disparar mientras su voz retumbaba bajo la gran bóveda gritando: «¡MORID, MORID, HIJOS DE PUTA, MORID!»

Un cartucho detrás de otro, la escopeta fue escupiendo fuego y perdigones de acero hacia los miembros de La Hermandad, que iban cayendo al suelo o sobre la gran mesa en un verdadero baño de sangre. Félix Camaredo, apodado «El Carabestia», apenas llegó a levantarse y echar mano de su pistola, pero ésta no llegó a salir de su funda cuando su dueño ya estaba en el suelo con un gran agujero en el abdomen. En su frenesí homicida, el desconocido no llegó a ver cómo el decimosexto y último Duque de Malva, en un acto de desesperación, cogía de la mesa la espada de Escipión y la lanzaba contra él, atravesándole el pecho en el mismo momento en que efectuaba un último disparo, que voló la ilustre cabeza del noble más rico de España.

Nadie en Trujillos oyó nada; nadie en Trujillos vio nada. Siglos atrás, los hermanos que construyeron la ostentosa sala secreta de La Hermandad tuvieron buen cuidado de que nada de lo que pasara en el interior trascendiera en el exterior. Ni siquiera la familia que custodiaba la entrada a la sala se apercibió de la entrada del intruso ni del tiroteo posterior. Al día siguiente, alguien se extrañó de que el coche patrulla de la policía local apareciera aparcado en la calle, mientras nadie podía dar razón del jefe de policía. También, cuando alguien empezó a echar de menos al Duque de Malva y empezaron a buscar su coche, lo encontraron varias calles más abajo de donde una vez estuvo la iglesia de Trujillos. Para entonces, ya resultaba evidente que, de forma súbita y al mismo tiempo, habían desaparecido cinco de los vecinos más destacados del pueblo, además del Duque.


Anterior: Capítulo 9: El secreto

Siguiente: Capítulo 11: Los parias

la_hermandad.txt · Última modificación: 2023/04/04 21:57 (editor externo)

Donate Powered by PHP Valid HTML5 Valid CSS Driven by DokuWiki