Anterior: El puente de Arcole |
Siguiente: Marengo |
El carnicero de Jaffa
El 25 de febrero de 1799 Napoleón Bonaparte entraba con su ejército en Gaza. Poco tiempo antes, el Imperio Otomano había declarado la guerra a Francia en respuesta a la campaña francesa de Egipto. Napoleón, por supuesto, no era persona que esperara a que sus enemigos le tomaran ventaja, así que decidió invadir Siria desde Egipto para prevenir la respuesta militar turca. Mientras tanto Inglaterra, dueña casi absoluta de los mares, no tenía en África o Asia un ejército que pudiera hacerle sombra al invencible general corso, por lo que debía limitarse a presionar políticamente al resto de potencias para que fueran ellas las que atacaran a Francia, y así lo hicieron con el Imperio Otomano.
Atravesando la península del Sinaí, el ejército francés cayó sobre Gaza, capturando a más de dos mil prisioneros turcos. En un primer momento, estos prisioneros fueron liberados bajo palabra de no volver a participar en la guerra, pero cuando Napoleón llegó a la ciudad de Jaffa y la tomó al asalto, aquellos prisioneros liberados se contaban entre los defensores de la ciudad.
En el asalto francés a Jaffa la ciudad quedó convertida en un cementerio. Los soldados franceses asesinaron a bayonetazos a muchos de los turcos que pretendían rendirse y luego organizaron una verdadera masacre con la población civil, entregándose al pillaje y a la violación. Al final, cuatro mil turcos supervivientes eran prisioneros de las tropas francesas; muchos de ellos por segunda vez.
En un terreno hostil y desértico, Napoleón se vio encerrado en una situación aparentemente sin salida. Ni tenía alimentos para mantener prisioneros a estos hombres, ni podía arriesgarse tan lejos de su base en Egipto a liberarlos para que volvieran a engrosar las filas otomanas. Junto con su alto mando, tomó una decisión que, a la postre, sólo le reportaría la condena y el oprobio por parte del mundo civilizado: Napoleón Bonaparte ordenó que se fusilara a los cuatro mil prisioneros turcos capturados en Jaffa.
Muchos siglos antes, otro europeo se había encontrado con una situación parecida, casi en el mismo lugar, y la había solucionado de igual forma. Su nombre era Ricardo, aunque sus hombres le conocían como “Corazón de León“. Tras tomar Acre durante la Tercera Cruzada, unos tres mil soldados musulmanes habían caído prisioneros de los cruzados. Ricardo trató de intercambiar a estos prisioneros por la reliquia sagrada de la Vera Cruz, pero Saladino sabía muy bien el brete que le suponía a los cruzados mantener tal número de prisioneros, así que esperó. Desesperado por el transcurrir del tiempo y por los capotazos diplomáticos de su enemigo, Ricardo tomó la drástica decisión de ejecutar a los prisioneros. Este hecho tuvo dos efectos inmediatos: la repulsa por parte de propios y ajenos -sobre todo de los ajenos-, y que a partir de ese momento sus enemigos resistirían hasta la muerte en lugar de rendirse, ya que no podían esperar clemencia por parte de los cruzados. Saladino, a pesar de perder aquellos tres mil hombres, se salió con la suya, y Ricardo se volvió a Europa sin llegar a ver siquiera las murallas de Jerusalén.
Y Napoleón, por lo visto, no aprendió de las lecciones de la Historia, por lo menos en esta ocasión. Tras fusilar a aquellos cuatro mil prisioneros, los ingleses se encargaron con mucho gusto de difundir la atrocidad cometida por el mundo entero, comparando a Bonaparte con un sanguinario ogro y contribuyendo así a la leyenda negra de Napoleón, que iba a perdurar durante muchos años. Desde entonces, Napoleón Bonaparte sería conocido como “Bony el Ogro” por sus enemigos. No se si entonces obviarían la lógica comparación con las andanzas del legendario e idolatrado monarca inglés por aquellos mismos lares, pero supongo que sí.
Napoleón visita a sus tropas, diezmadas por la peste negra. Antoine-Jean Gros, 1804
De forma más inmediata, el general Bonaparte pudo comprobar los perniciosos efectos de su bárbaro crimen. Cuando puso bajo asedio a la ciudad costera de Acre (la misma donde Ricardo Corazón de León cometió su matanza durante las cruzadas), los turcos la defendieron con una tenacidad inquebrantable. Nadie quería verse prisionero de aquellos sanguinarios franceses. Tras un asedio de varias semanas e incesantes combates -incluyendo alguna importante victoria francesa como la del Monte Tabor-, Napoleón hubo de renunciar a tomar la ciudad fortificada de Acre y regresó a Egipto, donde le esperaba la Peste Negra y un ejército turco recién trasladado por los ingleses en sus barcos y desembarcado en Abukir.
No existe justificación para la atrocidad cometida por Napoleón Bonaparte en Jaffa. Es muy dudoso que esta matanza hubiera sido perpetrada si los prisioneros hubieran sido europeos occidentales en lugar de turcos. En muchas ocasiones, antes y después de Jaffa, los ejércitos de Napoleón capturaron centenares, millares de enemigos en diferentes batallas, pero no existe constancia de un hecho similar a éste en todas las guerras napoleónicas, el más oscuro y vergonzoso de la vida del gran conquistador corso.
Anterior: El puente de Arcole |
Siguiente: Marengo |