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Marengo
En 1805, tras derrotar a los ejércitos austríaco y ruso en la batalla de Austerlitz, el Emperador Napoleón I de Francia prometió a sus hombres que volverían a casa bajo arcos triunfales. Para eso ordenó la construcción de un monumental Arco del Triunfo en París. Los avatares de la Historia, sin embargo, no hicieron posible que los ejércitos del Emperador francés llegaran a desfilar nunca bajo el que debía convertirse en la más impresionante edificación de la capital francesa. De hecho, el monumento no se completó hasta pasados varios años de la muerte de Napoleón Bonaparte.
En realidad, Napoleón fue el único militar de su tiempo que desfiló bajo este arco, y sólo lo hizo varios años después de su muerte. En 1840, el cuerpo del que fuera Emperador de Francia y conquistador de Europa, devuelto por los ingleses desde Santa Elena, fue conducido bajo el Arco del Triunfo cuando era transportado a su lugar de descanso definitivo, en la cripta de Les Invalides.
De haber podido fijarse en los detalles de esta construcción, seguro que Napoleón se hubiera maravillado como el que más con las inscripciones que decoran el interior y el exterior del monumento. No en vano, en sus paredes aparecen esculpidas todas las victorias -y alguna que otra derrota- de sus invencibles ejércitos durante los años en que el emperador dejó de ser un perfecto desconocido para convertirse en el amo de Europa.
Pero antes de llegar a doblegar a las potencias del Viejo Continente hubo que librar muchas batallas contra grandes ejércitos, contra muchas coaliciones de países dispuestas a aplastar a la Revolución y al nuevo Imperio. Prueba de la dureza de aquellos combates es la gran cantidad de nombres de altos oficiales, generales y mariscales que aparecen subrayados en tan gloriosas paredes, como señal de que murieron en combate, dejándose la vida en pos de la grandeur de Francia.
De entre todos aquellos generales que se dejaron la piel en la batalla, ninguno jugó un papel tan trascendental para Napoleón como Louis Charles Antoine Desaix, y pocas victorias de las talladas en los gloriosos muros del Arco del Triunfo fueron tan reñidas y ajustadas como la que el ejército francés logró el 14 de junio de 1800 en los campos piamonteses de Marengo.
Aquel 14 de junio, el flamante nuevo Cónsul de la República Napoleón Bonaparte, que seis meses antes se había hecho con el poder derribando al Directorio en el golpe de estado del 18 de Brumario, veía con desesperación cómo sus planes de arrojar a los austríacos fuera de Italia se venían abajo. Tras toda una mañana de combates, el grueso del ejército austríaco dominaba ya la mayor parte del campo de batalla, mientras el ejército francés se encontraba demasiado diseminado, ocupado en proteger sus flancos y ampliamente superado en número por el enemigo.
Batalla de Marengo. Louis-François, Baron Lejeune
El resultado de esta batalla era crucial para los planes de Napoleón. Por una parte, su prestigio como general invencible estaba en riesgo, y por otra, vencer en Marengo era imprescindible para arrojar a los austríacos fuera de Italia y obtener ventajosas condiciones en el próximo tratado de paz. Aquel día, sin embargo, la cosa no pintaba nada bien. Como último recurso, Napoleón ordenó a sus reservas reforzar las posiciones del frente. Era una táctica arriesgada, ya que con ello se quedaba sin recursos en el caso de un contraataque enemigo. Entonces, cuando menos se le esperaba, apareció en el puesto de mando francés el general Desaix, montado a lomos de su caballo y ataviado con su más elegante uniforme de gala. Sin desmontar, se acercó al caballo desde donde el Primer Cónsul de Francia observaba la batalla.
Napoleón se quedó mirando cómo Desaix observaba durante un rato aquella tremenda confusión que era el campo de batalla. Desaix contemplaba la situación como si todo aquello le fuera ajeno; como si la propia batalla no fuera con él. Ni excitación, ni temor ante la inminente derrota. Desaix, por supuesto, era un noble de antigua familia. Revolucionario hasta la médula, cierto, pero noble al fin y al cabo, y bajo ninguna circunstancia permitiría que nadie de aquella chusma viera el más mínimo signo de emoción en su rostro.
-¿Cómo lo ves, Antoine? -Preguntó Napoleón.
-Fatal, excelencia. Esta batalla está totalmente perdida. Hasta un ciego se daría cuenta.
Ambos se conocían desde hacía años, y se profesaban un mutuo respeto basado en la confianza respecto a las aptitudes militares del otro. Habían combatido juntos en Egipto, y también habían pasado juntos por no pocas penalidades en aquella dura expedición. Aunque ahora Napoleón era la cabeza del estado francés, era impensable que Desaix se dirigiera a él en otro tono que no fuera el de un igual. Napoleón lo sabía, y lo aceptaba. Nunca le había gustado la pompa, y no la exigía en sus subordinados.
-¿Entonces? -Inquirió Napoleón al general Desaix.
-Bueno, sólo son las cinco de la tarde. Hemos perdido una batalla pero tenemos tiempo para ganar la siguiente. Si machacas con la artillería el centro austríaco y los entretienes lo suficiente, me arrojaré sobre ellos con los tres regimientos de la División Boudet antes de que puedan darse cuenta.
-De acuerdo, daré las órdenes oportunas. ¡Buena suerte Antoine!
Y tal como llegó, pausadamente, Desaix se marchó del puesto de mando francés con su caballo al paso, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Aquella fue la última vez que Napoleón vio a Desaix cara a cara. Unos minutos más tarde, le vio arrojarse a galope tendido, sable en mano, sobre el grueso de las líneas enemigas, seguido de cerca por sus húsares y perdiéndose entre las nubes de polvo y de humo de pólvora.
Los sorprendidos austríacos, que no esperaban los refuerzos franceses, perdieron la iniciativa de la batalla y empezaron a retroceder, acosados por todos los flancos por los hombres de Desaix, de Murat, Kellerman y Marmont. Antes de la caída de la tarde, el campo de Marengo pertenecía a Francia, y Austria era expulsada de Italia, al menos durante un tiempo. Aquel día Napoleón, en efecto, perdió una batalla y ganó otra.
A Desaix le encontraron horas más tarde entre los cadáveres que sembraban el campo de batalla. Un fusilero austríaco le acertó de lleno durante una de las heroicas cargas que protagonizó aquella tarde. De esta forma, el general Desaix también se ganó un rincón en las paredes del Arco del Triunfo y la mención imperecedera de su valentía en los libros de Historia.
Muerte del general Desaix. Jean Broc
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