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María Walewska

Durante su prolongada carrera como Emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte puso todo su interés en asegurarse la descendencia con el fin de perpetuar su dinastía. Por entonces se suponía que el Imperio Francés debía durar siglos, y que los Bonaparte dirigirían los destinos de Europa al frente de la más poderosa de sus potencias.

En vista de los reveses que el destino reservó al pequeño gran Emperador en los últimos años de su vida, Napoleón se hubiera sentido satisfecho de saber que su descendencia llegó hasta los tiempos actuales. Y al saber que aquellos que perpetúan su sangre son los re-re-re-tataranietos de la bella María Walewska, seguro que su espíritu esbozaría una sonrisa a medias melancólica, a medias pícara. Y es que hay gente que, por el simple hecho de nacer, ya tienen aunque sólo sea un pequeño granito de trascendencia histórica…

María Łączyńska nació en el mismo año de la Revolución Francesa, un 7 de diciembre de 1789. Su vida estaría marcada por este acontecimiento y sus consecuencias, aunque en la vieja Polonia nadie hubiera dicho que aquella muchacha de alta cuna estaba destinada a librar una batalla crucial para el futuro de su país; una batalla que la dejaría atada afectivamente de por vida a Napoleón Bonaparte, y que con ello se convertiría en la gran esperanza -y la última esperanza- polaca.

A principios del siglo XIX Polonia lo tenía fatal. Se encontraba situada entre tres grandes imperios que se repartían sus territorios: Rusia, Austria y Prusia. En 1795 las potencias dominantes en el este de Europa habían conseguido finalmente exterminar al viejo estado polaco, repartiéndose Polonia entre ellos. Eran años de mucha agitación militar, de volubles alianzas entre naciones, y la madre de todas las agitaciones se estaba produciendo en la Francia revolucionaria.

Tras vencer a finales de 1805 a la Tercera Coalición de austríacos y rusos en Austerlitz, el Emperador francés Napoleón Bonaparte era de facto el gendarme de Europa. Ahora se estaba dedicando a reorganizar políticamente a los pequeños estados alemanes no pertenecientes a Prusia en la llamada Confederación del Rin, lo cual representaba una afrenta y un peligro para el soberano prusiano Federico Guillermo III. Éste declaró la guerra a Francia promoviendo una Cuarta Coalición junto a Rusia, Suecia, Sajonia y, por supuesto, Inglaterra.

Pero Federico Guillermo cometió un error estratégico de primer orden. Creyendo que podría vencer en solitario a los franceses, se adelantó a la batalla invadiendo en 1806 el estado de Turingia para encontrarse de cara con el ejército invencible de Napoleón. La consiguiente paliza que el Emperador francés infligió a los prusianos en Jena fue de tal calibre que Prusia desapareció de la escena política europea hasta 1813. Federico Guillermo III se vio obligado a huir, y Napoleón aprovechó la coyuntura para pasearse triunfalmente por Berlín.

El siguiente año, Napoleón vapuleó sin compasión a las fuerzas rusas y a lo poco que quedaba del ejército prusiano en las batallas de Eylau y Friedland, forzando al Zar Alejandro I a firmar una tregua. En el posterior Tratado de Tilsit, Napoleón arrancaba al Zar el control de la mayor parte de Europa del este, incluyendo casi toda Polonia, que pasaría a formar parte de un nuevo ente político conocido como el Gran Ducado de Varsovia.

Teniendo en cuenta la opresión política a la que se veían sometidos los polacos por parte de las potencias ocupantes, que durante siglos habían tratado de socavar su soberanía hasta reducirles a la nada, Napoleón se había convertido en el superhéroe del momento para los polacos. Sólo por el hecho de expulsar a los rusos, ya merecía la pena el cambio. Sin embargo, la nobleza polaca anhelaba más… anhelaba la independencia como un estado soberano cuyas fronteras fueran respetadas. El momento no podía ser mejor, y contaban con la única arma capaz de hacer mella en el -militarmente- intratable conquistador francés: una bella mujer.

María Walewska, a sus dieciocho espléndidos años, rubia, alta, ojos azules y cuerpo de ensueño, casada desde hacía poco con el conde Walewski -del que tomó el apellido y el título que llevaría el resto de su vida-, recibió el encargo de seducir al Emperador francés con el beneplácito de su esposo. Era una misión patriótica, y todo sacrificio era poco para devolver la libertad a Polonia. Aquel mismo año de 1807, mientras Napoleón amargaba la vida al monarca prusiano y al zar de Rusia, el corso conoció en una fiesta preparada por la nobleza polaca a la joven María. Desde aquel día la condesa Walewska siempre estaría cerca del corazón de Napoleón Bonaparte.

Napoleón era un genio en la batalla, pero también lo era en la seducción. Poco agraciado físicamente, todas las fuentes coinciden en señalar que era un amante atento y entregado. Las mujeres que llegaban a conocerle íntimamente quedaban siempre prendadas de las extraordinarias virtudes del Emperador en lo que concernía a las artes amatorias. María no fue menos, y profesó a Napoleón una lealtad sin condiciones hasta el mismo día de su muerte. A pesar de ello, Napoleón no correspondió a la condesa Walewska -al menos en lo que concernía a sus pretensiones políticas respecto a Polonia-, aunque siempre le tuvo un gran afecto. De su relación nació en 1810 Alexandre Walewski, quien con los años llegaría a jugar un importante papel en la política europea de mediados del siglo XIX.

A Napoleón le encantaba la dulce condesa Walewska -¿a quién le amarga un dulce?- pero como ya he dicho, se hizo el sueco con las peticiones de ésta para que otorgara la soberanía a su país, centrando su política exterior en el pacto con las potencias. Utilizó durante varios años la estrategia del palo y la zanahoria hasta que se acabó la zanahoria y se terminó dejando su ejército en una descabellada campaña en Rusia. Eso le costaría varias dolorosas derrotas y, finalmente, la abdicación y el exilio en Elba en 1813.

Incluso en aquellas difíciles circunstancias, cuando muchos de sus generales le abandonaban para enarbolar el pabellón de los borbones, la condesa Walewska estuvo junto a Napoleón, llegando a visitarle discretamente durante su exilio en Elba.

Muchos de los nobles de la muy católica Polonia que en su día la arrojaron al adulterio consentido en brazos del Emperador francés, tras la ruina de éste, no dudaron en criticarla e incluso en difamarla. Llegaron a conocerla como la “puta polaca”; un calificativo muy injusto, toda vez que la joven condesa Walewska siempre defendió ante Napoleón la causa polaca, y siempre actuó con lealtad a sus ideales y a su amante. Dos años después del definitivo exilio de Napoleón a santa Elena, María Walewska moría en París a la temprana edad de veintiocho años, dejando tres hijos, de los cuales uno, Alexandre, conseguiría finalmente perpetuar la sangre de los Bonaparte hasta nuestros días.


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maria_walewska.txt · Última modificación: 2023/04/11 20:11 (editor externo)

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